Page 145 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               regias personas, lo que es mucho, y los convidaron a cenar. Doce platos sirvieron; cada vez
               que traían  uno nuevo, tocaban atabales y ministriles.  Luego se dio  una fiesta,  a la que
               asistió la  infanta doña  Isabel, prometida del rey de  Portugal, y otras treintaitantas damas
               muy ataviadas de brocado y chapado. [Esta infanta es a la que después llamaron “reina
               Santa”. Enviudó hallándose en su primer embarazo, y a poco murió también su hijo, que iba
               a heredar España y Portugal. Volvió a casarse con el siguiente rey de Portugal, cuya boda
               se había pactado con una hermana de ella; pero se casó con la estricta condición de que en
               aquel reino se implantase el Tribunal de la Inquisición, aún no disfrutado por él. Como dicen
               aquí en Fez, feliz rama la que se parece a su tronco.] Danzaron todos, hasta los reyes; pero
               como hacen ellos: por parejas de damas con damas y de caballeros con caballeros, lo cual
               no sé si a la larga resulta divertido, aunque sí púdico. El alcaide no me aclaró si es que
               luego, cansados de danzar, cenaron otra vez, o es que los convidaron también al día
               siguiente.
                     Don  Martín, a esas alturas, prefirió volver a hablarme de su misteriosa batalla  de
               Estepa; lo otro era para él demasiado ligero. Él gusta de remitirse a la “época de oro” de la
               reconquista —es su expresión—, en donde las hazañas no eran tan bien pagadas.
                     —Salvo la excepción, claro está, de que esos caballeros tuvieron la fortuna de coger
               por los pelos a un rey moro.
                     Yo he sonreído, pero sin responder, ni interrumpirle, ni mencionar mis pelos; porque,
               más que con la época de oro, estaba gozando con  el relato de la fortuna de mis
               aprehensores.  A fin de cuentas,  en premio  de su victoria y de mi  prendimiento, les han
               concedido la prerrogativa de traer dentro de sus escudos de armas, de ahora en adelante, la
               cabeza del rey de Granada.
                     —Blasón que por primera vez aparece entre la nobleza cristiana  —manifestó don
               Martín innecesariamente.
                     Y, acoladas a su alrededor —o sea, a mi alrededor—, y a manera de orla, las veintidós
               banderas que en la batalla nos fueron arrebatadas.
                     Según el alcaide, que asegura haberlo visto ayer por la mañana, en el nuevo escudo
               del conde se muestra el medio cuerpo superior de un sultán con su corona y su turbante, y
               asida a su cuello —es decir, a mi cuello—, una cadena en señal de perpetua servidumbre,
               en medio de un radiante y memorable nimbo circular de banderas.
                     Yo me he  llevado la mano al gaznate con  una expresión un tanto boba, con la
               sospecha de que mi liberación se halla aún remota: formar parte de un escudo no es, entre
               esta gente, cosa baladí.
                     Asistía a la entrevista la sobrina del alcaide, que, con dulzura, ha procurado mitigar lo
               zahiriente del relato.
                     —No os hagáis mala sangre, alteza. Ni ellos son Grandes de Castilla, ni pone vuestro
               nombre en el blasón.
                     Yo he pensado que, aunque lo pusiera, ella, tan corta de vista, jamás lo leería. Y que,
               si fuesen Grandes de España, quizá también habrían incluido en el escudo mi medio cuerpo
               inferior.  Ninguno de los dos pensamientos me ha consolado.  El alcaide no me consintió
               seguir pensando.
                     —Tío y sobrino, que andaban agarrafados por el protagonismo de la hazaña, como si
               el protagonista no fueseis vos, han vuelto a agarrafarse por el lema que cada uno ha escrito
               debajo del  escudo.  El  sobrino eligió un versículo de la carta primera a los corintios del
               apóstol san Pablo (es uno de nuestros libros santos), que reza:
                     ”‘Haec omnia operatur unus’“, lo cual viene a decir:
                     ‘Uno solo hizo todo esto’, para dejar bien claro que él y nadie más fue quien os
               aprisionó.  Pero, enterado el tío,  ha elegido una cita del  Evangelio de san  Juan para
               sintetizar el argumento de toda la aventura:
                     ”‘Sine ipso factum est nihil’“, que se traduce por: ‘Sin él no se hizo nada’, para que el
               mundo entero sepa que su participación fue la decisiva. ¿Qué no habría tenido que poner yo
               en mi escudo después de la gloriosa degollina de Estepa?

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