Page 108 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     En cualquier caso, se hable de lo que se hable, la felicidad es siempre otra cosa; u
               otra cosa además. Muy de vez en cuando al más afortunado le llega su perfume, pero sólo
               cuando ella dejó de estar presente.
                     Desde esta inmovilidad recorro ahora, entre vértigos, los instantes próximos  a la
               felicidad que desperdicié por aspirar a algo más, como si hubiese algo más alto. ¿Y cómo
               rectificar los errores que el pasado ha convertido en piedra? De equivocarnos no acabamos
               nunca.
                     Las lecciones que recibo en este cautiverio de nada me servirán si un día —Dios lo
               haga— me devuelven la libertad. Porque el hombre no sólo no recibe enseñanaza ninguna
               de los otros, sino que ni siquiera aprende de sí mismo.


                     El poder, en mi caso,  es inútil: sólo me vale para intentar sobrevivirme.  Como el
               enfermo grave que detiene toda  la vida de la casa, tan ancha y tan segura,  con tal de
               prolongar el quebradizo hilo de la suya; en el fondo, todos los moradores desean que esa
               lucha tan desigual termine. Yo he llegado a la conclusión de que, a estas alturas, somos —
               me refiero a mí y a mi Dinastía y a la forma de vida que hemos representado— igual que las
               dagas de adorno, cuya hoja no corta, ni su extremo se clava.
                     Porque no es defenderse con ellas lo que se pretende, sino que brillen y engalanen
               sólo. Dagas cuyo valor reside no en el filo y el corte, sino en la empuñadura: en el oro y la
               pedrería y  la prolija y esmerada labor de la empuñadura, y en la vaina, labrada y
               enriquecida, que enfunda y esconde aquello en lo que debe consistir una daga, y lo que la
               define. Preveo que alguien impetuoso y bárbaro se adornará la cintura, sin tardar, con la
               daga fingida y deslumbrante en que nos hemos convertido.
                     ‘Un rey que no es patriota, ¿cómo podrá ser rey?’, se me argüirá; pero ¿es que un rey
               debe negarse a la verdad? Más aún, ¿un rey es algo más que una argucia o un símbolo?
               Aunque me acabe yo aquí, no acabará la guerra. Porque no soy yo el que la declaró, ni
               quien la concluirá. Un rey no es nunca un reino: por fortuna, el segundo dura más que el
               primero (o así prefiero creerlo, porque yo, que nací para rey, ¿en qué habría,  si no, de
               trasmudarme?, ¿o es que hay reyes sin trono aun sin ser destronados?). La guerra entre los
               cristianos  y  nosotros  no cesará jamás: de ella está hecha la esencia de nuestras dos
               historias.
                     Granada, aun invadida, no terminará nunca de ser conquistada; dicen que el amor
               tarda en olvidarse el doble justo del tiempo que duró... Se compone una guerra de múltiples
               batallas, y  no todas visibles, y no todas ganadas por quien en apariencia las ganó.  Y el
               vencedor no ha de vencer sólo en cualquiera: ha de vencer en la final, a la que debe llegar,
               sin saber cuándo, de una en otra victoria. No se acabará nunca nuestra guerra; como mis
               antecesores, nací en ella y en ella moriré. Qué suplicio para alguien tan poco beligerante
               como yo; dan ganas de rendirse aun después de haber conseguido una victoria; de decir:
                     ’Aquí me quedo, ya no sigo.’ Y cuánto más dan ganas de decirlo en el abismo de hoy;
               y de añadir:
                     ’Vuelva la corona a mi padre, o al “Zagal”, o a mi hermano’, si es que no ha vuelto ya y
               yazgo aquí sin ella... Pero no, no me está permitido. Es posible que haya de ser yo aquel a
               quien los cristianos definitivamente tengan que vencer (dentro o fuera de esta prisión, que
               no lo sé).  Ante tal sino, ¿importaba haber salido victorioso en  Lucena sólo para ser
               definitivamente derrotado?
                     Hundido aquí, me acosa la angustia de que sea mi destino el del supremo perdedor: el
               perdedor en el que todos pierden.


                     No acostumbro soñar; pero anoche, después de masturbarme y quedarme dormido,
               he soñado. O quizá no soñé, sino que, reducido a un letargo, imaginé que soñaba.



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