Page 106 - El manuscrito Carmesi
P. 106

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               personificación de cuanto les han  enseñado a odiar y a  temer al mismo tiempo; pero
               también somos lo que ellos, en su fuero interno, presienten que serían si se abandonasen a
               la vida.  Es fundamentalmente por eso por lo que “necesitan” eliminarnos: porque
               constituimos el ejemplo de sus desmayos morales y de sus prevaricaciones, pero también
               constituimos la provocación de su curiosidad y su más alta aspiración secreta.


                     Hoy he sentido el peso de esta  cárcel desplomarse sobre mis hombros con una
               insoportable crueldad.
                     He levantado los ojos a Dios, al que está por encima de las religiones, y también por
               debajo y en nosotros. ‘No me castigues por olvidarte o por caer en el error. No me impongas
               una carga que sea superior a mis fuerzas, o dame fuerzas con que soportar la carga que me
               impongas. Omite mis pecados, que no fueron dirigidos contra ti, y concédeme el perdón y la
               paz y el bálsamo de tu misericordia.  Tú eres el dueño  y el refugio.  En ti he puesto mi
               esperanza, porque mi corazón la ha expulsado de sí.’
                     Mientras oraba, reflexioné en lo que se nos ha dicho y repetido:
                     ’Dios no grava a ninguno por encima ni más allá de su capacidad’; acaso tal promesa
               la hizo Dios un día en que no se le ocurrió otra cosa más alentadora. Hoy no puedo creer
               sinceramente en ella.


                     Hablamos con ligereza de la vida y de la muerte; pero ¿qué conocemos de una ni de
               otra? Son las caras de una misma moneda, y nuestro tesoro se reduce a esa sola moneda;
               oscilamos, como entre Escila y Caribdis, entre las dos reinas absolutas, de colores distintos,
               que nos gobierna, a los reyes también, desentendidas de nuestro beneplácito. En la vida, al
               menos, residimos; pero ¿qué sabemos de la muerte? Yo he visto desde niño cadáveres; ¿es
               eso saber algo de la muerte? (Viene a mi memoria el cadáver de Subh, el primero que vi.
               ¿Dónde estás, Subh, ahora? ¿No habrías preferido morir a ver a tu “vidita”, a tu “zogoibi”,
               expuesto a  la befa de los enemigos? ¿No iba a ser yo,  con mi aroma de rosas, el que
               acabase con las guerras?) ¿Nos dice algo de la muerte la podredumbre de lo que un día fue
               hermoso? Sí, he visto su mano pálida y desastrosa desatar el deslumbrante lazo de la vida;
               he visto las víctimas de las justicias de los hombres, y las víctimas de sus injusticias. He
               herido y me han herido.
                     He atentado contra la vida ajena, y han atentado también contra la mía. Se hallan tan
               abrazadas vida y muerte que es arduo decir “hasta aquí” o “desde aquí”... En mis relaciones
               con Jalib, ¿no me he sentido morir a veces con mayor rigor que cuando Moraima vino a
               decirme que había muerto? ¿No de  la  plenitud de  mi vida, y no  me venía de ellos el
               aniquilamiento más sombrío? ¿O quizá es que esas mortales agonías eran precisamente la
               expresión  más intensa de la vida?  Acaso la desesperación es cosa de  ella, y la
               desesperanza, de la muerte. Pero ¿no es desesperanza lo que ahora mismo siento? ¿No
               estaré muerto de alguna forma ya?


                     Me lanzo a estos papeles cada día con mayor fruición;  igual que el famélico a la
               comida, o el sediento a la fuente. Los miro como el enamorado mira, en cada despertar, los
               ojos de quien ama; porque, según ellos, así será la luz del día que se inicia. Son mi único
               sustento.

                     A través de la mirilla de la puerta vislumbro los ojos del carcelero cuando él acecha
               mis paseos, mis paulatinos o nerviosos movimientos, mis vanos esfuerzos por mantener una
               dignidad regia. Esos ojos que se cruzan con los míos y los rehuyen son, a su vez, la mirilla
               del mundo para mí.  Por un lado, estoy en una soledad que nunca imaginé; por  otro, mi
               soledad salta en pedazos como un cristal cada vez que es acechada por esos ojos

                                                          106

                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   101   102   103   104   105   106   107   108   109   110   111