Page 96 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Arroja por la ventana un cabo —me alargaba un cordel fino enrollado—: ésta va a ser
               la escala por la que subirás al trono que te pertenece.
                     Yo, sin entender lo que decía, la obedecí. Sentí que alguien tironeaba del cordelillo
               desde el pie de los muros.
                     —Tira de él ya —gritó impaciente mi madre.
                     Lo hice. Habían atado a él una potente y gruesa soga.
                     —Con ella  ahorcarás a tus enemigos; pero ahora descuélgate por ella hasta unas
               manos que te conducirán sin riesgo a Guadix.
                     Se volvió a mi hermano:
                     —Tú lo acompañarás.
                     Mi hermano  Yusuf lanzó una carcajada; la novedad y la aventura aleteaban por la
               estancia como pájaros inauditos. Aún se oía, casi perdido, abajo, el canto de la codorniz.
               Entre Yusuf y yo anudamos al parteluz de mármol la soga y la dejamos caer al vacío. Fui a
               despedirme de mi madre.
                     —Ve ya —me dijo—. La próxima vez que te vea, veré al rey de Granada.
                     No comprendo todavía cómo pude decidirme a saltar al espacio agarrado a una
               cuerda que me desollaba las manos, ni cómo pude resistir sin soltarme. Quizá el temor de
               herir a Yusuf, que me precedía, fue lo que me impidió abandonar la empresa, y dejarme
               caer y terminar.
                     Yusuf y yo  fuimos recibidos por los conspiradores con acatamiento y reverencia.  Al
               llegar al sitio donde aguardaban los caballos nos entregaron armas y adargas. No era aún
               medianoche cuando partimos hacia Guadix a galope tendido.
                     Apenas había pasado la hora en que tenía que salir para Loja; mi padre y sus esbirros
               habían sido burlados. Aben Comisa, cómplice de mi madre, permaneció junto a ella, atando
               bien los nudos para que en el tapiz que planeaban se dibujasen sus deseos.


                     Siempre he sentido hacia Guadix una especial inclinación.
                     Bajo sus abiertos cielos se yergue la alcazaba, en el centro de lo que hace mil años
               fue un lago circular, cuyas riberas son hoy naturales murallas recamadas.  En ellas viven
               felices trogloditas, gentes de sonrisa franca y expresivos ojos, rodeados de una vegetación
               exuberante con que verdean y se enriquecen hoy los fondos que ayer fueron el sostén de
               las aguas.
                     Llegamos a Guadix mientras amanecía. Desde la azotea de la alcazaba vi una vez
               más sus rojas tierras, sus cuevas, su paisaje cercado de estribaciones dentadas, en las que
               la naturaleza ha construido torreones labrados por la erosión del tiempo, casas reales,
               cubos de murallas bien trazadas.
                     Allí vino el alcaide a  rendirnos pleitesía y a ponerse,  con los suyos, a nuestras
               órdenes.
                     —No me gusta —le comenté en voz baja a Yusuf—; tiene la mirada huidiza.
                     —Tan huidiza que le falta un ojo —me contestó.
                     Se acercó recatado a nosotros y, confundido quizá, fue a besar primero la mano de
               Yusuf. Mi hermano, inexplicablemente más agotado que yo por la noche sin sueño, ojeroso
               y pálido, le  dirigió una pequeña sonrisa y lo detuvo con un gesto; luego dobló su rodilla
               derecha y me besó él a mí la mano.
                     La reverencia de  Yusuf fue la primera que recibí como sultán.  Se me saltaron las
               lágrimas. Yusuf, que lo notó, para librarme de una emoción inoportuna, me enseñó riendo su
               mano derecha deformada como dándome a entender que no era  digno de  que se  la
               besasen. Calculó mal su gesto: la emoción, duplicada, me desbordó los ojos y sentí que se
               mojaban mis mejillas. Le apreté aquella mano con mi mano izquierda, y, con la derecha, le
               acaricié y alboroté el pelo, aún más claro que de costumbre por el polvo de la cabalgada.


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