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Literatura 3° Secundaria
Ella no venía. ¿Dónde se podía haber metido? Mandó a Felicité a casa de los Homais, de madame Tuvache, de
Lheureux, a El León de Oro, a todas partes. Y en los intervalos de su angustia veía arruinado su prestigio,
perdida su fortuna, hecho añicos el porvenir de Berthe. ¿Y por qué razón? Lo ignoraba. Esperó hasta las seis,
y luego, no pudiendo aguantar más, y pensando que pudiera haberse ido a Rouen, salió a la carretera, anduvo
como media legua, no encontró a nadie, esperó otro poco y por fin se volvió.
Emma acababa de llegar.
—¿Qué significa esto?... ¿A qué se debe?... Explícamelo.
Emma se sentó ante su escritorio y escribió una carta, puso la fecha del día y la hora y la cerró con lentitud.
Luego solamente dijo:
—La leerás mañana. Te ruego que de aquí a entonces no me hagas preguntas... ¡Ni una!
—Pero...
—¡Oh! ¡Déjame!
Y se tendió cuan larga era en el lecho.
Un sabor acre que se le vino a la boca la despertó. Vislumbró a Charles y volvió a cerrar los ojos.
Estaba pendiente de sí misma, auscultándose con toda curiosidad para darse cuenta de si sufría o no. Pero
no, ¡todavía nada! Oía el tic tac del reloj, el chisporroteo del fuego y la respiración de Charles, allí de pie junto
a su cama. “¡Bah, qué poca cosa es la muerte! —pensaba—. Voy a dormirme y asunto concluido”.
Bebió un sorbo de agua y se volvió contra la pared. El horrible sabor a tinta continuaba.
—¡Tengo sed!... ¡Mucha sed! —murmuró.
—¿Qué tienes? —dijo Charles, alargándole el vaso.
—No es nada... Abre la ventana... ¡Me ahogo!
Y se sintió acometida por una náusea tan repentina que apenas si le dio tiempo a coger el pañuelo de debajo
de la almohada.
—¡Llévatelo! ¡Tíralo! —dijo agitadamente.
Charles hizo algunas preguntas, pero ella permanecía callada e inmóvil, por miedo a que la menor emoción la
hiciese vomitar. Entretanto, un frío de muerte corría por todo su cuerpo.
—¡Oh, ya empieza esto! —murmuró.
—¿Qué dices?
Emma movía la cabeza con un suave gesto llena de angustia y abría continuamente la boca, como si sobre su
lengua gravitase algo muy pesado. A las ocho los vómitos reaparecieron.
Charles pudo observar que en el fondo de la palangana, pegada a las paredes de porcelana, quedaba una
especie de arenilla de color blanco.
—¡Es raro! ¡Es increíble! —repitió.
Pero ella con voz fuerte dijo:
—¡No, te equivocas!
Entonces, delicadamente y casi acariciándola, le pasó la mano por el vientre, y Emma lanzó un agudo grito.
Charles, espantado, retrocedió.
Emma comenzó a gemir, en un principio débilmente. Un largo estremecimiento sacudía sus hombros y se iba
poniendo más lívida que las sábanas, en las que se hundían sus crispados dedos. Su pulso irregular era en
aquel momento casi insensible.
Algunas gotas de sudor brotaban de su azulado rostro, que parecía como empañado por un vaho metálico.
Castañeteaban sus dientes; sus desorbitados ojos miraban con vaguedad a su alrededor, y a cuantas
preguntas le hacía Charles contestaba moviendo la cabeza; dos o tres veces hasta sonreír. Sus gemidos
fueron poco a poco haciéndose más intensos. Se escapó un sordo rugido de su pecho y afirmó que se sentía
más aliviada y que se levantará en seguida. Pero las convulsiones hicieron presa en ella.
—¡Dios mío! ¡Esto es horrible!
Charles cayó de rodillas junto al lecho.
—¡Habla! ¿Qué has comido? ¡Contesta, en nombre del cielo!
Y la miraba con infinita ternura, como jamás la había mirado:
—Pues mira; allí..., allí... —dijo con desfallecida voz.
Charles se lanzó de un salto al escritorio, rompió el sobre y leyó en voz alta: “Que no se acuse a nadie...”
Se detuvo, se pasó la mano por los ojos y luego continuó leyendo.
—¿Cómo es posible? ¡Ay, Dios mío, socorro! —y repetía incesantemente— ¡Envenenada!
¡Envenenada!
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