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Desde las altas esferas de la salud mundial se informaba que una per-
            sona, a una distancia menor de dos metros, sin mascarilla, podía contagiar
            al menos a siete personas. Sí, como cualquier otro virus respiratorio, con
            la diferencia que la tasa de contagio era muy alta, y de baja mortalidad.
               Fue una escena pre-apocalíptica la que quedó plasmada en mi me-
            moria, pues mientras las calles estaban vacías, en el hospital los pacientes
            hacían largas filas para ser atendidos; algunos, con varios días de sinto-
            matología de Covid-19. Fue una semana interminable y con esfuerzos
            multiplicados, desde la voluntad personal, era imposible atender a todos.
            Al tiempo los colegas relataban lo que pasaba en las diferentes áreas,
            con situaciones como que pacientes que llegaban caminando, salían en
            féretros; otros llegaban con el último suspiro en sus vehículos o en las
            ambulancias del sistema de salud.

               De golpe, las cifras de fallecidos se dispararon a una velocidad in-
            creíble, en comparación a los datos que se presentaban en los medios de
            comunicación; de hecho, dichas cifras eran solo una parte de todo lo que
            pasaba y quienes estuvimos enfrentando la catástrofe lo sabemos, pero
            bueno, habrá otros espacios para discutir aquello. Mucha gente murió por
            desaturación mientras esperaba el resultado de los hisopados nasofarín-
            geos para detectar el virus en el cuerpo.
               Mis compañeros también se enfermaron, traduciéndose en disminu-
            ción de personal para atención, lo cual complicaba el cuadro general,
            porque además tenían que aislarse como correspondía; en todo caso yo
            no recuerdo haber sentido sintomatología relacionada.

               Al llegar al domicilio donde mantenía la cuarentena, realizaba el pro-
            ceso de desinfección indicado; es decir: limpieza de zapatos, retiro de
            la ropa, ducha general con agua tibia. Este proceso lo repetí siempre al
            retornar desde cualquier lugar, y también en el hospital al regresar de
            cada comida, cuando se podía. Era y sigue siendo obligatorio, porque es
            un gran método de prevención; luego, de vuelta a trabajar usando el traje
            aquel que me hacía sudar como si estuviera en un sauna, tanto que aún
            siento mis pies llenos de sudor y el sonido que se generaba al caminar.

               No menos importante, la interna batalla psicológica al observar a los
            pacientes acostados boca abajo en cada cama, luchando por respirar, ede-
            matizados, con secreciones que salían de sus fosas nasales; ver cómo se
            apagaba la vida a causa de un enemigo silencioso. Los ataques de pánico,
            el insomnio y la ansiedad se hicieron presentes en varios compañeros,
            situación que los llevó a recibir medicina ansiolítica y antidepresiva. Sólo
            quien estuvo ahí sabe todo lo que vivimos.
               Pero donde hay muerte también hay vida. ¡Así es! La primera vez
            que alguien salió de cuidados intensivos a hospitalización para seguir
            con el tratamiento fue motivo de celebración. El mito del Ave Fénix era
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