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DE RODILLAS FRENTE A LA MUERTE


                                             Por: Md. Adriana Campoverde Ávila

                                              A inicios de la noche,  agotada de
                                           las primeras horas matutinas, empiezo
                                           mi  turno en el área  de Covid, dando
                                           soporte a mis colegas dada la ausencia
                                           de otros de ellos por contagio. Aturdida
                                           por la gran cantidad de pacientes, sin
                                           saber por donde iniciar  mis labores,
                                           decido entrar por voluntad propia al in-
                                           terior de las áreas donde yacen las per-
                                           sonas infectadas.
                                              El gran reto de la noche, vestirme
                                           con ese traje blanco, imponente, ligero,
                                           que me alentaba a seguir ese día. Llena
                                           de mucho ánimo, energía, motivación y
               fe, me veo al espejo, irreconocible, hermética, segura, con mi nombre en
               la espalda camino hacia la gran puerta que separaba a unos de otros, para
               enfrentar la gran realidad que nos acecha.
                  Cruzo el umbral, coloco gel en mis guantes y al alzar la mirada hacia
               mi destino, evidencio con gran sorpresa la cantidad de gente batallando
               frente a este gran mal, que no tiene comparación con otra patología si-
               milar, ya que su agresividad me ha dejado totalmente anonadada.

                  “¿Cómo es que una enfermedad puede tener a sus pies a tanto profe-
               sional de la salud, rindiéndole pleitesía a lo que se le antoje?” “¿Cómo
               es posible que una enfermedad haga y deshaga a diestra y siniestra sin
               un alto definitivo?” pensaba mientras caminaba. Inundada de dudas y
               sorpresas, el temor comenzó a regocijarme entre sus brazos, con un fuerte
               pero frío y vacío abrazo diciéndome “¡Aquí estoy!”
                  Los minutos pasaban y a medida que avanzaba en mi camino, pude
               observar y sentir la desesperación, tristeza e impotencia de los pacientes
               allí presentes. Sus ojos emanaban arrepentimiento, ira y desgano, en otros
               casos, la esperanza y gratitud afloraba en sus sonrisas. “¿Por qué esta
               situación tiene la capacidad de acabarnos tan fácil y, al mismo tiempo,
               sacar lo mejor de nosotros?” me cuestionaba.  Sin duda, una experiencia
               digna de análisis y mucha reflexión, para la posteridad.

                  Finalmente llegué hasta donde mi paciente especial. Una mujer joven,
               delgada, de tez pálida, con su nariz y labios secos por tanto oxígeno re-
               cibido, aferrada a la vida a través nuestro, tras cada nuevo pase de visita
               cumplido. Con una enorme sonrisa, agradeciendo mi presencia, realizó


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