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que tampoco contestaban las llamadas. Hecho el contacto les expliqué la
               situación, y el momento tenía sabor a despedida; lo curioso es que mien-
               tras duró el contacto, de la mano del salbutamol y sulfato de magnesio,
               su respiración mejoró. ¡Escuchar a los suyos lo animó por un momento!
               Emitió palabras cortas pero fuertes, precisas, mientras las lágrimas bro-
               taban de sus ojos.
                  Le dijo a su esposa cuánto la amaba, se disculpó por eventos del pa-
               sado y pidió a sus hijos que la cuiden con su vida entera. Escuchar ese
               diálogo hizo chiquito mi corazón. Terminado el contacto, la conversación
               fue conmigo: “Doctorcita, cuando me infarté la vi a ‘la flaca’ tan de
               cerca, que lo primero que hice al recuperarme fue decirle a mi esposa
               que la amaba, luego de varios años de no haberlo dicho. Hoy tenía que
               hacerlo de nuevo, puede ser la última vez que ella lo escuche. Ahora
               estoy listo, déjeme marchar, ya no se alborote, ha hecho demasiado, pero
               esta vez ya no puede ayudarme. Así me de nueve tabletas seguidas o me
               ponga parches en el pecho, como cuando me infarté”. Sonrió. Con rigor
               le contesté: “Usted es fuerte, aun está joven, debe luchar, su familia lo
               espera ansiosa allá afuera”. Volvió la licenciada y los tres tomados de la
               mano nos pusimos a orar por su vida. Él repetía la oración con dificultad,
               su voz se iba apagando al mismo tiempo y antes de que lleguemos al
               final de la misma, apretó nuestras manos, se quejó de manera prolongada,
               frunció el ceño, una lágrima recorrió su mejilla…y se fue.
                   Mis lágrimas cayeron inconscientemente, terminando de nublar mi
               EPP. Sentía frustración, tristeza, impotencia, aunque en algo me confor-
               taba el hecho de que al menos pudo despedirse de sus familiares. Mien-
               tras lo envolvíamos pensaba en ellos, así como en todos quienes habrán
               pasado por lo mismo a causa de esta enfermedad.

                  Así es como cada día ingresan y egresan personas de la sala de ais-
               lamiento. En el primer caso, todos lo hacen de la misma manera; en el
               segundo, hay quienes salen en silla de ruedas a ser recibidos por sus fami-
               liares con globos y pancartas, entre aplausos y gritos de festejo, así como
               otros lo hacen cubiertos de cinta de embalaje, dentro de fundas negras
               herméticas, en un ataúd, transitando una calle de honor llena de miradas
               tristes, rociados con químicos para evitar la contaminación.
                  Entre uno y otro, queda el sabor amargo producto de la mezcla de
               sentimientos entre la alegría y la frustración, dependiendo del resultado.
               Mucho más, con el miedo al contagio o, peor aún, que el siguiente en
               llegar sea un familiar, amigo, colega o uno mismo. Ese es el verdadero
               miedo al permanecer, una noche en el Covidtario.







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