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no debía retirarse las vías endovenosas, ni la mascarilla simple de oxí-
            geno y el cubre bocas. Además, que estábamos en una habitación que no
            era la suya, que ir a casa no sería posible hasta que mejore. Ni qué decir
            sobre la cobertura inmediata de sus necesidades, así como la interpreta-
            ción respecto a lo que ya no podía expresar con palabras o frases bien
            articuladas, si llegaba algún médico especialista a revisarlo.
               Necesitaba una cara conocida para superar la situación de estrés que
            le generaba estar en ese ambiente con ruidos extraños: gritos de deses-
            peración, el sonido del monitor y de la bomba de infusión. Necesitaba
            alguien que lo calme cual niño asustado, cuando llegaba una tos fuerte,
            intermitente, insistiéndole en que todo estaría bien.

               Los resultados fueron normales para la Tomografía Axial Computa-
            rizada (TAC) de cráneo; por otra parte, la de pulmones, indicaba la pre-
            sencia del virus en su parénquima, pese a que los primeros exámenes
            de gasometría arterial denotaban mejora ante el suministro de oxígeno
            suplementario por mascarilla simple. En cualquier caso, debía ser inter-
            nado para vigilar su cuadro. Pasaron los días, ya hospitalizado en una
            habitación del cuarto piso, y yo, como su cuidadora me sentía parte del
            personal médico de aquel lugar. No hubo día ni noche en que se quede
            solo; siempre estuvo en compañía de las personas que lo amaban, con
            video-llamadas diarias con su Charito. Aunque ya no hablaba mucho, yo
            estaba segura de que su corazón escuchaba y nos daba sus bendiciones
            con el pensamiento. Junto a mi hermana cuidábamos de él y luego se nos
            sumó una auxiliar de enfermería, quien nos relevaba ciertas horas para ir
            a casa a descansar, cambiar el uniforme y regresar a cuidarlo.
               Cierta mañana, como de costumbre, un médico me llamó a contar
            como había amanecido desde que estábamos de huéspedes en el cuarto
            piso; nunca me faltó su teleconsulta. Destaco la empatía de aquel hombre,
            quien desde la primera llamada descubrió que soy paramédico, imagino
            yo, porque la conversación fluía y entendía todo lo que él explicaba. Esa
            mañana en particular, me dejó la mente en blanco con sus palabras: “Mi
            ‘licen’, como usted sabe, su abuelito no amerita ir a una sala de cuidados
            intensivos. Estamos dándole los mejores cuidados de fin de vida y espero
            prepare a la familia para cuando llegue el momento de su partida. Le
            espero para que firme el consentimiento de no reanimación …”  Solo
            alcancé a responder con un: “Muy gentil su llamada, en la tarde estoy en
            la estación de enfermería para ayudarle con su requerimiento”.
               Ahora tenía que ser la portavoz de la condición de salud de “papá”,
            para la familia: su Charito, sus dos hijos, mi hermana y sus cinco nietos.
            Se me iban las lágrimas en un hilo. Mi razón estaba conectada con la rea-
            lidad, pero cómo asimilarlo, si cuando personas, sin ningún parentesco
            conmigo, han partido en mis manos dejando huella en mi memoria,


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