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luego de una llamada para valoración de un paciente sospechoso, al cual
            atendí luego de ponerme tres trajes de protección, doble mascarilla, dos
            gorros quirúrgicos y dos pares de zapatones. “Parezco un astronauta”
            pensé, entre risas y nervios. Es que no había posibilidad de vacilar, en una
            situación en la que un segundo, un descuido, son suficientes para que el
            contagio se haga realidad.
               Muchos creerán que mi preocupación más grande era evitar el con-
            tagio respecto al cuidar la salud de los pacientes; tal vez tienen razón, pero
            la realidad es que, al inicio de este cataclismo de salud pública mundial,
            todos los trabajadores de la salud tuvimos esos mismos razonamientos y
            sensaciones. Pese a tener basta experiencia en el tratamiento de casos clí-
            nicos graves y emergencias médicas, lo que sucedía ante mis ojos, y los
            de los colegas, con personas contagiadas era indescriptible dadas todas
            las complicaciones que presentaban.
               Una noche, mientras me encontraba de guardia en el área de gineco-
            logía, recibí la llamada telefónica de una de las compañeras, en la que me
            solicitaba ayuda urgente para intubación y reanimación cardiovascular
            en el área Covid-19 dado que un adulto mayor se había complicado con
            insuficiencia respiratoria aguda, grave. Acudimos todos los involucrados
            en el turno para dar soporte vital avanzado, estabilizar al paciente y so-
            licitar transferencia a hospital de tercer nivel en donde se disponga de
            espacio en Unidad de Terapia Intensiva. La pregunta era dónde, ya que
            los más cercanos estaban imposibilitados de recibir una persona más,
            repletos. Hicimos todo lo posible para mantenerlo con vida, pero al no
            obtener el espacio requerido, falleció en nuestras manos, invadiéndonos
            la tristeza y la decepción. “¿Habíamos fallado?” era la pregunta general.
               En otra ocasión tuve la difícil tarea de informar a una madre sobre
            que su hijo de dos años había sido diagnosticado positivo y que debía
            ser transferido a un hospital de tercer nivel. Sus lágrimas eran incontro-
            lables ante la noticia, resistiéndose a creer que su pequeño estaba infec-
            tado de este virus y pensando a toda velocidad sobre el peor escenario y
            desenlace.
               Pero no todo fue negativo, pues también tuvimos un caso en el que
            dimos de alta, el mismo día, a dos pacientes recuperados luego de tres
            semanas de hospitalización. Un momento histórico, lleno de alegría, para
            ellos, sus familias y nosotros. Cuando eso sucedía, la sensación era como
            tomar una interminable bocanada de oxígeno para seguir adelante.

               Entonces hay historias con finales felices o dolorosos en cantidades;
            sin embargo, la realidad es que el personal de salud, sobre todo en mi
            turno, no trabajaba con mucha tranquilidad, ya que era inevitable pensar
            que en algún momento la posibilidad de contagio podía materializarse
            como había ocurrido con otros colegas. Por lo tanto, decidimos arrendar

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