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y otros por precaución. El discurso que más se repitió es que habían te-
nido contacto con los posibles contagiados positivos en la calle, tiendas
del barrio y en el supermercado. El escalofrío me recorrió de pies a ca-
beza, con el sexto sentido encendido, mismo que me gritaba mentalmente
que algunos no decían la verdad ante lo que les preguntábamos, lo que
nos ponía en carrera a la complicación general. El miedo y la angustia
empezaban a flotar en el ambiente del lugar.
Respecto al primer caso, esa misma tarde ingresó al área de pacientes
con problemas respiratorios, al tiempo que una de las enfermeras me in-
formó que yo tenía que valorar tres casos más. En ese sentido, los dos
primeros de la lista presentaron rinorrea y malestar general, el mismo que
ya padecían tres días, pero de manera responsable habían respetado el
aislamiento, sin tener contacto con otras personas. El restante, un hombre
locuaz, divorciado, acudió a emergencia con su pareja actual, quien no
había presentado síntomas hasta ese momento, pero él sí tenía tos seca,
aunque el resto de signos vitales se encontraban dentro de parámetros
normales, lo propio el examen físico.
¡Sí, el sexto sentido encendió todas mis alarmas! Sentí que no era
sincero, más allá de que todo lucía bien, incluyendo la auscultación pul-
monar que no presentó ruidos sobreañadidos. Entonces, ahondé en los
antecedentes y ahí, tanto su historia como mi sospecha, confluyeron en
el mismo camino. Tres semanas atrás había estado en Guayaquil, ciudad
que ya reportaba casos aislados, dado su trabajo en la aduana, con el fin
de inspeccionar un cargamento procedente de China; luego estuvo en
Quito. Por lo tanto, era el primer paciente sospechoso evaluado en el
hospital, sin tener claro el procedimiento a seguir.
Cerca de las diez de la noche le informé que debía ser trasladado a un
centro de atención exclusivo para Covid-19, y que la jefa de turno estaba
a cargo de la gestión inherente a la transferencia. Su rostro se convirtió en
la viva expresión tanto de temor como de tristeza, puesto que, según in-
dicó, le preocupaba su familia, con quienes había pasado el fin de semana
y sentía culpa desde ya, si alguno de ellos estaba contagiado.
Pasaron las horas y luego de agotar la agenda telefónica de contactos,
amistades, autoridades del hospital, a la una de la mañana se confirmó su
traslado a un hospital público designado para el efecto. La ambulancia
del grupo de emergencias informó que tardaría al menos una hora en
llegar, luego de dejar a un paciente en otro centro de salud. Hacía frío, no
sólo por el clima, sino también por este juego de emociones tan difícil de
explicar ante una enfermedad desconocida.
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