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continuas con dicho atuendo era la consigna por cumplir, aunque la vida
            estuviere en riesgo.

               Esos momentos eran el umbral a la dimensión desconocida, puesto
            que en la sala de emergencia no había pacientes politraumatizados, infar-
            tados o con apendicitis; todos tenían el mismo motivo de consulta: tos,
            fiebre, dificultad para respirar. “¿Es esto real?”, “¿Será una pesadilla?”,
            “¿Estaré preparado para esto?” me preguntaba.
               Para marzo de 2020, mi mente y corazón estaban en el hogar, junto a
            mis padres, a la distancia, pues físicamente estaba lejos. Me sentía como
            aquel niño de siete años viendo a sus superhéroes proteger al mundo de
            los malos. “¿Era así?”, “¿Así se siente ser un héroe?” meditaba. Pues
            sí, ya era un hombre que tenía que proteger a mi mundo, mi familia, sin
            olvidar el juramento que considera a sus hijos como mis hermanos y
            a su familia como la mía, amparado en las bendiciones recibidas cada
            mañana, a cinco metros de distancia, las cuáles eran mi escudo protector.

               Sí, es lo que me impedía llorar ante el miedo que embargaba mi alma,
            pues llegar a luchar cara a cara con la muerte, encontrando a compañeros
            exhausto, quienes pedían relevo a gritos, con hambre, sed y tristeza en el
            alma ante muchas batallas perdidas, es para valientes. Saber que hay ma-
            dres, padres, abuelos, hijos, hermanos que imploran el salir caminando de
            la famosa área respiratoria, es la principal y única motivación. Siempre
            alguien espera del otro lado, siempre.
               Adentro, sin opción de retroceder, el miedo se ha transformado en sed
            de gloria, de triunfo, ante un contrincante invisible, recién aparecido, el
            que embestía con fuerza usando las puntas de su corona, pues se sentía
            poderoso e invencible rey. Además, como todo virus, muy hábil y es-
            curridizo, entonces cada ataque era diferente, más allá de sus comunes
            características. Escuchar gritos, llantos, súplicas por vivir, eran sus otras
            armas para debilitarme, así como a todos a quienes lo enfrentábamos.
            Recuerdo cada momento, traducido metafóricamente en estas letras que
            quedarán para la historia, sin nombres pero con rostros, monitores y fa-
            milias que lloran, la mayoría de tristeza y pocas de felicidad.

               Jamás olvidaré las vivencias de este holocausto, en la corta o larga
            vida que me quede por delante; saber que sólo tenía a disposición un
            pulmón artificial restante para tres seres humanos, con el peso de la de-
            cisión sobre mis hombros respecto a quién otorgárselo es algo que no se
            aprende ni estudia en algún lugar; nadie se prepara para un momento así,
            mucho menos pensar que habría que vivirlo de esa manera. La conciencia
            y sus cuestionamientos  eran recurrentes:  “¿Qué hacer?”, “¿Por qué
            elegir a uno y no a otro?” “¿Por qué?” Momentos que marcan la vida.
               Prefiero no recordar al beneficiario, sino creer que todos fueron gue-
            rreros que luchaban por oxígeno con sus continentes pulmonares rotos,
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