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Se vivían momentos de angustia y los médicos debíamos afrontar la
            oleada de personas que acudían preocupadas por su salud, situación que
            empezaba a desbordarse dadas las limitaciones conocidas en el sistema
            de salud pública nacional. Vivíamos épocas maratónicas, con atención de
            entre veinticinco y treinta pacientes al día, por médico. En nuestro caso,
            éramos tres; dos atendíamos en la institución y el restante cumplía con
            las visitas domiciliarias. El público objetivo era de nueve mil habitantes
            aproximadamente, con largas distancias por recorrer. Para ese momento
            recién iniciaba lo peor.
               En marzo, al inicio de la cuarentena, seguíamos con la capacitación
            por medio de las campañas de prevención descritas en párrafos anteriores,
            pero reconozcamos que somos confiados como sociedad, o necios quizás,
            y eso permitió el rápido despliegue del virus en todo el territorio con-
            tinental ecuatoriano. En aquella localidad, a diario se reportaban casos
            sospechosos, fallecidos,  al tiempo que algunos médicos, enfermeros
            y auxiliares comenzaron  a presentar los síntomas y, en consecuencia,
            fueron aislados. Es que no había todavía el equipo de protección personal
            y atendíamos a los pacientes con el atuendo clásico: mandil blanco y una
            mascarilla quirúrgica.
               A mitad de aquel mes, tenía programadas mis vacaciones, pero ante
            la escasez de personal me las cancelaron por correo electrónico, indi-
            cándome también que de manera urgente me integre a un hospital pú-
            blico. Acepté. Te preguntarás “¿Por qué lo hizo?” pues para comprender
            algo a fondo, hay que interactuar con ello; además, los médicos estamos
            dispuestos a arriesgar todo con tal de salvar vidas; estudiamos hasta el
            cansancio con el sueño de ganarnos cada día nuestro uniforme, mandil,
            estetoscopio y pulsioxímetro, con la esperanza de usarlo de la mejor ma-
            nera, en beneficio del prójimo
               Siendo  sincero,  sí tenía  miedo.  Debía  recorrer  una  larga  distancia
            desde casa hacia el hospital, trayecto de hora y media en mi moto, para
            cumplir una guardia de veinticuatro horas, que a veces era de treinta, o en
            otras debía doblarla porque el médico de la siguiente se había enfermado.
            El principal temor era contraer el virus, en funciones, y que al regresar a
            casa se contagie la familia; sin embargo, estudié todo sobre él, me pre-
            paré, y en cada salida les decía a los míos que volvería sano y salvo.

               Recuerdo mi tercera semana en ese hospital, como una de las peores
            de mi vida. Hasta esa fecha, mi turno no había tenido fallecidos con sos-
            pecha de Covid-19, ya que, en las otras guardias los compañeros sí habían
            tenido, debido a que llegaban en un estado irreversible de la enfermedad
            o porque no había cupos en los hospitales, destino de referencia. En dicho
            lapso, fui nombrado jefe del primer turno, ante el contagio de quien os-
            tentaba ese lugar, cargo que asumí durante toda la pandemia. Embarcado,
            un día de ellos llegué a trabajar y me topé con la novedad de que éramos
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