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lo siente, eso surge en el corazón y el corazón de una madre es etéreo,
inmarcesible con un hijo’’.
Sus ojos brillaban, aniquiló los restos de incertidumbre, y en cuestión
de segundos todo el futuro cercano se aclaró; en consecuencia, decidí
quedarme en casa y ayudar a la familia en todos los aspectos posibles
para minimizar sus salidas. Y este es el momento más importante de
sinceridad, y mamá cuando leas esto no te molestes por favor: Sé cuán
importante fue para ti que me quede en casa, pese a que hubo noches en
las que sentí que no hice lo correcto, más aún al palpar de cerca la lucha
diaria de grandes amigos, que sucumbían ante el virus.
El mes de marzo fue nefasto para Ecuador y principalmente para Gua-
yaquil, con personas que morían en las calles, familias enteras buscando
cadáveres, hospitales al borde del colapso, colegas y amigos en primera
línea perdiendo la batalla. Es difícil explicar la impotencia que sentía
ante todo esto. Al final yo era uno más, no iba a cambiar las cosas, pero
la tristeza me invadía a diario, necesitaba sentirme importante para un
niño, una madre, un padre, a quien me debo, los pacientes. Mi Ecuador
era portada de diarios del mundo.
Lo que resulta paradójico es que mientras los casos incrementaban el
miedo se perdía. ¡Ojo! No hay que confundir resiliencia con poco o nulo
raciocinio, mucho menos con acostumbrarse a la circunstancia o realidad.
El ser humano es curioso, cree que puede manejar las cosas de manera
sencilla a raíz del “no ha de pasar nada” cuando este enemigo no per-
dona un segundo de descuido y procedo a ejemplificarlo a continuación.
Un domingo a treinta y cinco kilómetros de mi ciudad, allegados pla-
nearon una reunión, a la cual me opuse, pero decidieron no escuchar y
así tres meses de confinamiento se esfumaron en cuestión de minutos.
“Solo un desayuno, respetando el distanciamiento y usando mascarilla”
dijeron y repitieron hasta la saciedad. Primer y único error, el exceso de
confianza y ese es el gran problema: De veinte personas que asistieron,
dieciséis se contagiaron y algunos de ellos con comorbilidades impor-
tantes; entonces, lo que leía en los diarios ahora sucedía en mi familia
en un abrir y cerrar de ojos. Tíos, primos, amigos que pensaron que era
el momento propicio para visitarse. ¡Error! No era el momento, y hoy al
escribir estas líneas –agosto 2020- tampoco lo es.
Los días transcurrían en la angustia de que el teléfono suene para
recibir noticias, sean alentadoras o de las que nadie quiere escuchar; es
demasiado estrés, como digo, por la necedad de reunirse un momento,
sumado al ensordecedor silencio de las noches y el lento transcurrir de
los minutos. Esta rutina se repitió por tres semanas, en las que unos re-
tornaban al hogar y otros se complicaban esperando con ansias una cama
en cuidados intensivos. Las indicaciones que yo podía dar eran pocas,
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