Page 106 - Tratado sobre las almas errantes
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Epílogo









                   Siempre me he enorgullecido de mi fidelidad al Magisterio de la Iglesia. La ortodoxia, una
            palabra que resuena en mi alma con una especial nobleza. Para mí hubiera sido muy fácil dar la
            espalda  a  esta  cuestión  cuando  surgió  inesperadamente  en  mi  quehacer  teológico.  Para  mí,  la
            Teología  era  una  labor  tranquila  y  pacífica.  Pero  un  imprevisto  intelectual  iba  a  cruzarse  en  mi
            sosegado camino a la vera de los dogmas. Desde el primer momento, me percaté de los problemas
            que iba a provocarme defender estas tesis acerca de las almas perdidas. Reconozco que tuve mi
            momento de tentación faústica: deja este asunto, no te compliques la vida.

                   Los años pasaron y seguí estudiando este tema en concreto; estudio y consultas. Tras años
            de reflexión, ¿era honesto negar que había llegado yo a una conclusión? ¿Me era lícito negar que mi
            pobre inteligencia había llegado a una conclusión? No podía guardar silencio con buena conciencia
            sobre un tema acerca del que tantos exorcistas y otro tipo de personas me preguntaban cada año.
            Sabía  muy  bien  que  si  defendía  esta  hipótesis  mi  fama  quedaría  manchada  para  siempre  para
            algunos. Como así fue.

                   Amo a la Iglesia, amo la pureza de la Fe. La acusación de heterodoxia formaba parte del
            precio por tomar ese tren. Pero tenía que ser honesto conmigo mismo como teólogo. La teología se
            defiende  con  argumentos  y  eso  he  intentado  hacer,  con  humildad,  sabiendo  que  me  puedo
            equivocar. Yo mismo he dudado varias veces de esta hipótesis a lo largo de mi vida, siempre ha
            habido un hecho que me ha dado mucho que pensar. El hecho que ocurrió allá por el año 2003 es el
            siguiente:

                   Acababa yo de descubrir, unas semanas antes, la existencia de estas almas errantes y estaba
            arrodillado en un reclinatorio orando ante el sagrario, media hora antes de celebrar la misa en mi
            parroquia. Era invierno, la misa iba a tener lugar en una pequeña capilla para días de diario situada
            en los bajos del templo. Yo estaba muy concentrado en mi oración. Y, en total silencio, sin mover
            mis labios, le dije a Jesús en el sagrario:

                          Señor, de ahora en adelante, voy a rezar cada día por estas almas tan desgraciadas.
                   Pero no me gustaría rezar tanto y descubrir un día que estoy equivocado y que tales almas no
                   existen. Por favor, si me pudieras dar algún signo de que las almas perdidas existen y estoy
                   en lo correcto.

                   Entonces me callé interiormente, me quedé mirando al sagrario. Al cabo de unos segundos,
            sonaron dos golpes secos en la puerta de madera de la capilla, como si llamaran a la puerta. Golpes
            solemnes, impresionantes, daban la impresión de ser golpes de ultratumba,. Miré a la mujer que
            estaba a dos metros de mí, sentada, haciendo su oración personal y le pregunté: ¿Ha escuchado eso?


                   La  mujer  impresionada,  con  los  ojos  como  platos,  sin  abrir  la  boca,  movió  la  cabeza
            respondiendo que sí. Supe que aquello no era alucinación, la mujer los había escuchado. Al instante,


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