Page 196 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Algunos capitanes renunciaron al viaje que sabían de ida y vuelta. Después de haber
visto tan de cerca Granada, optaron por quedarse en alguna ciudad de la frontera
ejercitándose mientras duraran los hielos del invierno. Entre esos nobles y los míos se tramó
una contienda de encuentros personales, de retos y desafíos con más de torneo que de
guerra, con más de emulación que de eficacia. Se produjeron hazañas individuales, creo
que en muchos casos exageradas o inventadas por poetas desocupados y anhelantes. Una
de ellas fue la de Hernando del Pulgar, que, según cuentan, clavó un pergamino con una
oración cristiana en la puerta de nuestra mezquita mayor. Yo no vi el pergamino, ni el puñal,
ni la oración cristiana; no creo que nadie de Granada los viera. De todas formas, prohibí
malgastar fuerzas, que tanto íbamos a necesitar, en galanteos y fachendas. Una vez más
tenía razón Gonzalo Fernández de Córdoba: las guerras de romance habían concluido.
Y llegó el mes de marzo. Un atardecer, en el que el día que había sido muy claro
comenzaba a nublarse, ataqué de improviso la alquería del Padul. Era la última conquistada
por Fernando. Tomé su castillo por asalto, y pasé a cuchillo a la guarnición y a los mortadíes
que la acompañaban. Mi odio por los mortadíes, esos renegados que aconsejaban y
guiaban a los cristianos orientándolos a los lugares más desguarnecidos, se había
redoblado. Cuando regresé a Granada me entregaron muchos mensajes de aldeas de las
Alpujarras en demanda de socorro para sacudir su yugo; lo prometí sin la menor idea de
cómo lo proporcionaría. Al día siguiente salí con mis tropas camino de Lanjarón. Íbamos tan
seguros sobre nuestros caballos —pienso que fue eso sólo— que pusimos en fuga varios
presidios cristianos con los que tropezamos en algunos lugares. Nuestra expedición no
parecía tener un fin concreto; yo, sin embargo, sabía a la perfección adónde iba. Iba al
castillo de Andarax, donde supe que se encontraba “el Zagal” con muchos de los suyos.
Mandé con antelación un grupo de soldados que interceptara el camino de Almería por
donde yo estaba seguro de que “el Zagal”, sin combatir, se alejaría. Advertí a los míos que
vigilaran como linces, porque temía que huyera disfrazado. Mis hombres, ante el placer de la
venganza, me obedecerían; ya previamente se frotaban las manos.
No le era necesario disfrazarse. Cuando me lo trajeron, entre unos mortadíes, me
costó mucho trabajo reconocerlo. Sólo sus ojos lo denunciaron, porque huían demasiado de
los míos. Lo acompañaba, ese sí disfrazado, Husayn. La noche era muy clara. Se
escuchaba un mochuelo y algún perro montaraz que respondía a otro. Las gozosas fogatas
del campamento salpicaban la ladera. Yo me propuse recordarlo todo como lo veía, grabarlo
todo en mí para después; creo que no lo logré. “El Zagal” se apeó de su caballo, seguido de
Husayn. Todavía guardaba un leve resto de prestancia. El primer indicio me lo dio su forma
de andar un poco rígida. Pero había engordado y había envejecido. Un albornoz pardo lo
envolvía sin gracia. Avanzó hacía mí con las manos tendidas; Husayn imitó su gesto de
sumisión.
A unos soldados que iban a maniatarlos, los detuve. Cogí las manos del “Zagal” entre
las mías.
Nos miramos muy largamente. Yo murmuré:
—Abu Abdalá. Abu Abdalá...
Sin dejar de mirarlo, señale con la cabeza a su acompañante y les dije a mis hombres:
—A ése no quiero verlo. Cortadle la cabeza.
—¡Señor! —gritó Husayn arrodillándose.
Cuando se lo llevaban a rastras los soldados, sin volverme, mirando al “Zagal” todavía,
dije en un alarido:
—Acuérdate de mi hermano. Yo no lo he olvidado.
No había olvidado nada: ni el anochecer lluvioso en que lo conocí, ni a mi perro “Din”,
ni a Jalib, nada. Porque nada se olvida. Pero no era el momento de recordar.
Con las manos del “Zagal” aún entre mis manos, susurré:
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