Page 201 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Sin embargo, todavía algún rincón de mí permanecía a oscuras.
Fue entonces cuando aparecieron las primeras pesadillas con los pájaros negros.
Ellos habían entrado en mis sueños a menudo; pero se conformaban con planear a mi
alrededor, o cernerse sobre mí; en esos sueños yo no existía, sólo miraba. Quiero decir que
no me veía yo a mí mismo, sino un paisaje donde habitaban esas aves siniestras, o, en
algún caso, la misma habitación en que dormía, por cuyas ventanas penetraban aleteando
ruidosa y rudamente. No obstante, a medida que la pesadilla se reiteraba, fueron
haciéndose las noches más y más trabajosas. Quizá yo, durante el día, trataba de eliminar o
de apartar de mi mente muchos motivos graves de temor y de preocupación; ellos, olvidados
y no muertos, comparecían por su cuenta de noche en figura de esos pájaros grandes,
negros, que se lanzaban contra mí en son de guerra, me golpeaban con sus alas, rasgaban
el aire con violencia en torno a mi cabeza, se desplomaban para picotear mis oídos o mis
ojos, chocaban con mi cuerpo, y me herían, me herían... Hasta que despertaba jadeante
como si hubiese corrido, para huir de ellos, un trecho interminable.
El mes de junio, que fue muy caluroso, pasó sin más incidentes que un par de
escaramuzas iniciadas por nosotros contra un ejército que, fatigado por las campañas
anteriores, intentaba tan sólo un acto de presencia. A su frente se hallaban capitanes
valientes, que ardían en deseos de reemprender la guerra verdadera, cansados de lucirse,
delante de sus soldados o de alguna dama, con armas relucientes y relampagueantes
airones. Quiso marcar el rey Fernando aquellos días con una solemne ceremonia, que se
realizó una dulce mañana al aire libre. Fue la de armar caballero, ante nuestros ojos, a su
hijo el príncipe don Juan, que contaba a la sazón doce años. Mis súbditos asistieron,
fingiendo burlarse, pero impresionados, a los ritos aparatosos. Los padrinos del novicio eran
dos irreconciliables rivales: el duque—marqués de Cádiz y el duque de Medina Sidonia.
Desde la torre de Armas, Moraima y yo contemplamos el soleado y vistoso
espectáculo, considerando sin decirlo qué distintas a aquéllas eran las circunstancias en que
vivía nuestro hijo, no muy alejado ya de la edad del muchacho cristiano.
Tratando de desatender los desafíos, tácitos o expresos, y las exhibiciones
envenenadas, nosotros emprendimos las labores de la tierra que las anteriores talas nos
permitían; introdujimos en la ciudad no muchos bastimentos, ante la duda de cuánto duraría
tal quietud, y continuamos las relaciones con los campesinos de las Alpujarras, bravíos por
su geografía, enardecidos por su fe, y apesadumbrados por su subordinación y expolio.
Supimos entonces un percance en la cercana Torre Román, donde se refugiaban los
cultivadores de la Vega. A ella se dirigió una noche un grupo de granadinos en solicitud de
abrigo contra los cristianos que los perseguían. Se les franqueó la entrada con fraternal
alegría, y, un instante después, desnudos los alfanjes, se apoderaron de la Torre.
El que venía al frente del grupo era el príncipe Yaya. Así quería confirmar su fidelidad
—como si en él cupiese— al rey Fernando. La ciudad entera se estremeció de ira al conocer
la hazaña, y yo mismo pensé que la venganza es a veces el mayor de los placeres.
Fue en ese mes en el que yo, sobre un mapa, tracé la táctica para acercarme al mar.
Necesitaba un punto de desembarque, porque la excusa para negarme sus auxilios que
daba el sultán marroquí era que no se arriesgaba a enviármelos a una costa enemiga.
Planeé acercarme hacia los puertos tradicionales de mi monarquía, Almuñécar y Salobreña,
a través de Alhendín.
Sin su conquista, la vía hacia el mar era imposible.
La noticia de la empresa, aunque la llevé con la mayor reserva, corrió como la pólvora.
Por las vertientes de Sierra Solera, que conservaba aún la nieve a pesar del calor en
aumento, se derramó un pueblo ansioso de batirse, más ansioso cuanto más humillado. Lo
componían una juventud alterada, que se responsabilizaba de su propio futuro; unos
pastores de aspecto desconocido y fiero, que forcejeaban por no doblegarse, y unos
creyentes forjados en el retiro de las nieves perpetuas, que no se habían enterado hasta
entonces de que el único reducto del Islam que quedaba en España era Granada ya.
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