Page 204 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
mundo músicas y delicadas bailarinas, y la intacta insinuación del nuevo día, a la que nos
abandonábamos tendidos en mitad del jardín, nos inundó el cuerpo y el espíritu. Luego
atravesamos de puntillas la zona de la guardia y subimos, para ver el amanecer, con un par
de coperos, a la Torre del Homenaje. No sé por qué puedo evocar, con tanta precisión como
si los estuviese viendo, a la vez el panorama que se brindaba a nuestros ojos y el perfil de
Farax, un paisaje también mudable y tan sutil. Remontaba hasta nosotros el aroma casi
empalagoso de los jardines, tangible y denso igual que una caricia. La sombra identificaba
aún las torres y las casas de la Alhambra, cuando comenzó el cielo a verdear, y se
oscureció por contraste el palacio de la Quinta, que vigila, más arriba del Generalife, la
Acequia Grande. Estábamos bajo una cúpula azul, que negreaba hacia poniente. Los
pájaros iniciales piaban en un presentimiento balbuceante del día, y un ruido confuso e
incipiente ascendía de la ciudad. Allí la luz se aposentó antes que en parte alguna, mientras
el caserío y las huertas del Albayzín apenas si vibraban y latían, aún entre oscuros azules.
Ladraban perros, comenzaba a individualizarse una voz u otra voz, de las que no nos
habían aclamado al llegar. La Vega flotaba todavía entre brumas.
Detrás de las primeras estribaciones mudas, clareaban las nevadas cumbres de Sierra
Solera, señaladas, como por un índice, por el minarete de la mezquita de la Alhambra. Los
pájaros más osados se llamaban y reclamaban ya unos a otros, y a la izquierda del Palacio
de Vigilancia se abrió un rosicler casi malva, mientras el primer término del poniente se
iluminaba ya por el sol, que aún no había brotado desde el Cerro que lleva su nombre.
—La luz del sol nos llega antes que el sol —murmuré, como si estuviésemos en un
templo.
Dos lágrimas resbalaban por sus mejillas. Alargué la mano y estreché la suya. Con un
sollozo que parecía un ronquido de tan hondo, apretó mi mano; tanto, que me hizo daño.
Sentí el dolor con una alegría inexplicable.
Comenzaba a encenderse la izquierda de la Quinta y a blanquear el Generalife. El
Albayzín aparecía muy claro, y se concretaban las distancias que las sombras confunden.
Enfrente, el horizonte era verde igual que una manzana. Y, debajo de la torre, las casas de
la tropa se entreabrían. A un toque de timbal arreciaron los ruidos, las carreras, las
risotadas; la torpeza novicia de los jóvenes soldados tropezaba y jugueteaba, aún
soñolienta, entre las abluciones.
—Todavía no saben que han sido ya vencidos —susurré.
La mano de Farax volvió a oprimir la mía.
—No vuelvas a decir eso, señor. Confía en Dios, Único y Altísimo.
Como una aquiescencia, Montevive, entre Poniente y Mediodía, se convirtió en una
llamarada en medio de la plomiza bruma de los montes que circundan la Vega. Más allá del
Cerro del Sol no quedaban colores en el cielo: sólo luz.
Era el mundo, que se revestía de sus diarios tonos como quien, al madrugar, toma la
ropa acostumbrada. Todos los pájaros cantaban al día nuevo, confundidos y juntos.
Frente a nosotros, una perspectiva de nácar, y el Albayzín, bajo una luminosidad mate
y precisa. El Sol se alzó entonando su himno de oro. Y Farax, sin embargo, rompió a llorar.
Lo abracé. Su llanto, entre hipos y sollozos, era estremecido como el de un niño. Palmeé su
hombro; le hablé en voz baja de cosas sin sentido; traté de sosegarlo. Él, con los labios
hinchados por el vino y la pena me besó la mejilla. Descendimos abrazados por las
estrechas escaleras de la torre. Abrazados y un poco tambaleantes llegamos al palacio de
Yusuf, y abrazados dormimos, como si estuviésemos bajo la misma tienda o la misma
intemperie en las dilatadas y trémulas noches de la guerra.
El enemigo —los espías me lo habían anunciado— no tardó. Aquella tarde se mostró
en la Vega.
Lo acompañaban muchos mudéjares que le servían de asesores. Durante ocho días
quemó o taló sembrados, panes y viñedos, y arrasó torres, como la Malahá. No cercó
Granada, según supe, porque la reina había sido atacada de fiebres; pero ordenó al
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