Page 202 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Y todo este gentío, seguidor de sus caudillos y de sus alfaquíes, vino a engrosar el no
muy lucido ejército que salió una vez más por la Puerta de Elvira. Era el atardecer del día
más largo del año. Alzado sobre mis estribos, les dije solamente:
—En nuestras manos está la gloria de Dios. Los que caigamos muertos esta noche
sobre la tierra que pisamos y que nos ha sido arrebatada, presenciaremos mañana el
amanecer en el Paraíso.
Alhendín estaba defendida por un castillo fuerte, y abastecida de hombres y artillería.
Le puse sitio pese a que, ante su solidez y elevación, la juzgué inexpugnable, pero el juicio
nada tenía que hacer allí. Sabiendo a lo que me exponía, o precisamente por eso, di las
órdenes. Batimos sus muros; abrimos en ellos brechas con nuestros modestos medios,
nuestros asaltos a oleadas se hacían incontenibles, aunque en ellos perecieran bastantes
de los míos. La noche era infinita, quizá porque el tiempo se había detenido. El sudor y la
sangre nos empapaban y nos cegaban cuando logramos apoderarnos de los tres primeros
recintos y demoler las torres que los protegían. Los defensores se retrajeron a la más
grande y principal, que era la ciudadela. Los míos, para cubrirse de los proyectiles arrojados
desde las almenas, se acercaban hasta su mismo pie bajo caparazones de madera y cuero
fresco. La minaban y la debilitaban. Y, por fin —luego comprobé que era el quinto día de
lucha—, horadada y a punto de hundirse la torre y sepultar en ella a lo que restaba de la
guarnición, el alcaide don Mendo de Quijada se entregó con sus hombres, sus víveres, sus
armas y bagajes. Tras Alhendín, cayeron en nuestro poder varios castillos de las Alpujarras
y del valle de Lecrín, el que nosotros llamamos Valle de la Alegría.
Mi regreso a Granada se celebró como si se tratase de otra fiesta de la coronación.
Las prevenciones y la animadversión de los granadinos contra mí se tornaron en fervor y en
agradecimiento. Al día siguiente mandé pregonar por todas las plazas una gran leva: altos y
bajos, nobles y plebeyos, ricos y pobres eran invitados a acompañarme contra Almuñécar. Y
se alistaron, orgullosos y optimistas como estaban, dispuestos a seguirme.
Mediaba el Ramadán, cuando, después de la oración del segundo viernes, vino a
despedirse de mí Moraima con el niño Yusuf de la mano. Tenía los ojos pardos y dorados,
muy distintos de los de su hermano Ahmad, que yo no olvidaba, y los labios como los
pétalos redondos de una flor. Lo tomé en brazos y, mientras el niño acariciaba mi barba, di
ánimos a su madre.
—Yo era un cachorro como éste, y he crecido. Ahora estoy seguro de que el león
recobrará su reino.
Besé a los dos. Yusuf lloraba porque no consentía en separarse de mí y se agarraba
con sus manitas a mis ropas. Con un nudo en la garganta, volví bruscamente la espalda.
Monté a caballo y galopé delante del ejército, que cantaba y alborotaba. Por el camino
arrasamos la torre del Padul, que habían reconquistado los cristianos. Con igual ímpetu
tomamos por asalto Salobreña con excepción de la alcazaba, donde tantos príncipes
granadinos habían sufrido prisión o muerte, y algún destronado convivió con sus cuitas. Su
guarnición había sido reforzada con tropas arribadas por mar desde Málaga, y por tierra a
las órdenes de Hernando del Pulgar. Era evidente que la alcazaba ofrecería una
desesperada resistencia. La cercamos por todas sus partes y cortamos el suministro de
agua. El calor era muy riguroso. Bandadas de aves carroñeras nos indicaron cuándo habían
muerto de sed sus acémilas y caballerías.
Después de quince días que semejaron años, cuando tocaba ya su rendición con los
dedos, recibí dos noticias: la inminente llegada de socorros cristianos, y la de que el rey
Fernando se dirigía con rapidez hacia Granada, a la que yo había dejado casi
desguarnecida.
Tal era mi agotamiento, que no sé si odié o agradecí unas noticias que me permitían
—e incluso me imponían— abandonar con dignidad aquel suplicio insoportable, aquel aire
espeso por el polvo, aquel barro en la boca y en los ojos.
Levanté el cerco, y marché velozmente a la capital, que era lo que más me importaba.
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