Page 207 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
clima, o devastada por los vientos, de tal manera la tiene por suya que se negaría a
abandonarla aunque se le proporcionase la ocasión. Y así, los granadinos, comparándose
con otros musulmanes más infelices —los procedentes de tierras ocupadas, y aún más, los
que ni siquiera se atrevían a dejarlas—, se reputaban privilegiados, y se engañaban unos a
otros viéndose rodeados de sus casas, de sus hijos y de sus mujeres. Cantaban cuando
salían a trabajar la tierra, que, ajena a las malignidades de los hombres, se entreabría a las
nuevas siembras, y cantaban al volver del trabajo.
Durante seis meses se desprendió sobre nosotros y sobre el territorio, desde el cielo,
un manto de misericordia y conmiseración: la imprescindible insensibilidad con que el ser
humano, para no morir, embota los filos de sus desvelos y de sus obsesiones.
No obstante, no enmudecieron del todo los cristianos. El conde de Tendilla en Alcalá y
los otros en sus correspondientes lugares fronterizos, ponían a contribución a sus espías y a
sus prácticos del terreno. Cada uno, movido por un vano afán de gloria, trataba de inferir el
mayor daño posible a quienes, entre nosotros, se sentían asimismo movidos por un más
vano aún afán de gloria. Fue ya en invierno, por ejemplo, cuando apresaron a ciento veinte
jinetes que, con dubitativa autorización, dejé ir a regañadientes para caer sobre los
cristianos más desprevenidos.
Un musulmán tránsfuga los puso sobre aviso. Y a medianoche, con el frío en los
huesos, en un paraje boscoso, los sorprendieron descuidados don Gonzalo de Córdoba y el
que ya era su íntimo amigo, don Martín de Alarcón. Saliendo de las acechanzas tendidas en
los pasos precisos, con gran vocerío, se lanzaron contra ellos de frente y por detrás, y los
derribaron y prendieron, y los condujeron a Alcalá la Real.
Algo después engrosó las fuerzas fronterizas con las suyas el marqués de Villena, que
vino a visitar a su cuñado Tendilla y a su hermana, llegada desde Torredonjimeno, donde
pasaba la estación, con lo que se acrecentó su atrevimiento; realizaron incursiones hasta el
límite mismo de Granada, y nos quemaron los almiares y las mieses en las eras,
amontonadas desde la recolección.
Las vimos arder asomados a nuestras ventanas, entre el griterío de las mujeres, con
lágrimas de rabia.
Pero yo prohibí, bajo pena de muerte, la salida, porque sospeché que semejante
provocación era una trampa.
Don Gonzalo, por distraerse, como si con sus correrías me mandase recuerdos, buen
conocedor de la zona como era, trababa emboscadas y saltaba con sus compañías ocultas
sobre nuestros soldados o pastores, arrebatándonos los rebaños, como nosotros los suyos
en otras ocasiones. Y de este modo, entre avances y retrocesos, entre pérdidas y
ganancias, entre menudas aventuras —que disminuían el número de mis caballeros lenta
pero continuamente— desfilaba el invierno.
Entretanto yo, con mis más próximos ayudantes, organizaba a ciegas lo que había de
ser la campaña que se avecinaba. Pedía a Dios que sus diferencias con los franceses se
alargaran para apartar de nuestras tierras a los ejércitos cristianos; pero mis oraciones se
desvirtuaban con la certidumbre de que ni un milagro de los que considero tolerables los
apartaría definitivamente. Igual que las estaciones se turnan con puntualidad, así las
ofensivas cristianas se habían sucedido ante nuestras murallas; no quedaba más que una.
Consciente de ello, con un tesón que a mí mismo me asombraba hasta dudar de si me
había contagiado del falso optimismo que sembraba en los demás, dirigí el abastecimiento,
la distribución y almacenaje de víveres, el recuento, limpieza y reparación de las armas, los
ejercicios de la tropa, y todos los quehaceres de las jornadas normales. Pero con la misma
reserva con que se rodean de una apariencia cotidiana los últimos momentos de alguien que
nosotros, mejor que nadie, sabemos que se muere. Y aún me sobraba algo de tiempo, antes
de que expiraran los breves días del invierno, para recobrar en mis libros un caedizo sosiego
con el que enmascarar tal agonía.
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