Page 211 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
—Perdonad todos los enojos que hayáis recibido de mí. Son muchos, ya lo sé.
Perdonádmelos.
El rostro de Moraima se contrajo. Rompió a llorar sin ruido.
Me sorprendió la mansedumbre de aquel llanto. La atraje con el brazo izquierdo hacia
mí. Se resistió como un niño con el que uno quiere congraciarse después de una azotaina
indebida.
—¿Qué novedad es ésta, Boabdil? —preguntó mi madre con voz alterada.
—No es novedad ninguna. Déjalo.
—Por la obediencia que me debes, dime qué quieres hacer y adónde vas.
—Voy a donde la obediencia que te debo me exige. Anoche, en el adarve, preguntaste
si es que no quedan hombres en Granada. Sí quedan. Y vamos a cumplir con nuestra
obligación.
Lo más brevemente que me fue posible le expuse mi plan: no permaneceríamos mano
sobre mano aguardando el ataque; era mejor suavizarlo aguantando la primera embestida;
cuando los cristianos, atraídos por nosotros hacia las murallas, nos siguieran, se
encontrarían en ellas con los granadinos restantes, que los acribillarían; a la noche,
retornaríamos. Pero no era verdad. No era eso —o no era sólo eso— lo que yo maquinaba.
Mi madre, que me atendía con los ojos cada vez más abiertos, lo intuyó: me había oído decir
lo que yo no había dicho. Y Moraima, que lloraba con sollozos ahora, también. Las mujeres
que las acompañaban empezaron una a una a lanzar sus lamentos. Se había complicado
todo más de lo que supuse.
Hice un enojado ademán de marchar.
Interponiéndose, mi madre me retuvo.
—Buscas una salida que no existe, Boabdil. Te conozco. Intentas salir por una puerta
que está sólo pintada en la pared. —Ante sus ojos, me sentí transparente.Recapacita. ¿A
quién nos encomiendas a nosotras, a tus hijos, a esta ciudad, a este pueblo? A mal recaudo
nos dejas: si tu desapareces, el que no muera será esclavo. Para las grandes ocasiones son
los grandes consejos.
—No te comprendo.
—Sí me comprendes —sus ojos chispeaban.
—Mejor es morir de una vez que, vivo, morir muchas.
—Siempre que murieras tú sólo y se salvasen los demás. ¿Hasta para morir vas a ser
egoísta? Despierta. ¿De qué va a servirnos tu muerte, Boabdil?
Su barbilla, no del todo desprovista de vello, temblaba no sé si de dolor o de ira. Una
vez más comprobé que mi madre nunca estaría de acuerdo con nada que yo hiciese.
—Déjame —dije librándome de ella—. Los soldados me esperan.
—No te dejaré —volvió a asirme— sin que me jures que no te arriesgarás, ni
permitirás que nuestra gente se aparte de las puertas. —Agarraba el tahelí, y me lo ponía
ante la cara.— Júralo.
¡Júralo sobre el Corán!
—¿Por qué jurar? ¿Es que nos oye Dios? ¿Es que nos mira? ¿No ves adónde hemos
llegado? —Se lo decía en voz baja e intensa, para que sólo ello lo escuchara.Adiós, madre.
Le besé la mano. A Moraima, que ahora apoyaba su cuerpo contra el mío, le besé las
mejillas: noté el sabor de las lágrimas. Por encima de su hombro, vi en la puerta principal a
Farax, que me hacía señas de que me apresurara. Con la mano cubierta por el guantelete,
me despedí de las mujeres, que arreciaban sus lamentaciones como si me tuviesen ya
muerto ante ellas, y salí de la Alhambra.
A las puertas de la ciudad, los soldados me esperaban, ruidosos y no muy ordenados.
Verifiqué qué pocos eran.
—Háblales —me recomendó Abdalbar—. Dales ánimo. Van a necesitarlo —mi
expresión le indicó que me resistía a hacerlo—.
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