Page 214 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Aunque quisiera evitarlo ahora, no podría. Estaba bien. Había estado bien. No
pensaba. Nada recuerdo de un modo concreto y distinto, sino como entre la niebla del sueño
que nos hunde y agita, donde ninguno de sus componentes tiene una estricta razón de ser.
Si me esfuerzo hoy, veo un ojo desorbitado, una túnica rasgada de la que mana sangre, una
mano sin cuerpo sobre el suelo, el rostro angelical y rubio de un muchacho, una boca
vomitando sangre, una extraña mueca que remedaba —o era— una sonrisa.
Sólo tenía conciencia de que espoleaba a mi caballo. Y, en medio del ruido
estentóreo, de los alaridos, las quejas, los choques, las carreras, los mandatos, el vértigo de
la muerte, oí con toda precisión un galope detrás de mí. ‘¿Por qué oigo ese galope?’, me
preguntaba, cuando, de un sablazo, alguien cortó mis bridas. Luego, con el sable de plano,
golpeó el anca de mi caballo, y le hizo dar media vuelta.
Por fin, pinchándolo en la grupa, lo puso al galope. Contra mi voluntad, como una
centella, volé hacia Granada.
Vi lo que aún subsistía de mi ejército —’Llamar ejército a esto’— correr ante mí.
Atardecía.
¿Atardecía? No lo sé. Quizá el sudor, el polvo, el mareo de los encontronazos, alguna
abolladura que presionaba... No lo sé. Pasaba el campo a un lado y otro míos. Era el campo
quien pasaba, no yo: tan desbocado iba mi caballo. Habían abierto las puertas de par en
par. ¿Fui el último en pasar? Oí: ‘¡Ahora! ¡Ya! ¡Ya!’
Oí el estruendo del portazo, el caer de las gruesas trancas, los primeros mandobles
encolerizados contra los maderos chapados. Oí el griterío sobre las murallas. No distinguí si
era de pena o de alegría. ‘También los derrotados aman la vida a veces...’ A favor de
querencia, mi caballo, con el que todavía no me había hecho del todo y que no obedecía mi
voz, subía igual que un rayo, a pesar de su agotamiento, la cuesta de la Sabica camino de la
Alhambra.
—Perdóname —era Farax, que se ponía a mi altura. No le quise mirar.
—Has sido tú, ¿verdad?
—Perdóname.
—Todo me ha traicionado: tú y la muerte.
—Perdóname.
—Creí que morir era mucho más fácil.
—Cuando llega la hora de cada cual, lo es.
Farax retrocedió unos pasos, e insistió con voz suplicante:
—Perdóname, señor.
Dejé pasar unos momentos:
—Esta mañana me llamaste Boabdil.
Él avanzó de nuevo hasta mi altura, y atravesamos juntos la puerta de la Alhambra.
A la mañana siguiente los granadinos vimos, desde las murallas altas, un
extraordinario movimiento en el lugar donde había estado el real cristiano. Al principio nos
regocijamos creyendo que se preparaban para levantar el cerco y retirarse. Por la tarde
supimos la verdad. La reina había llegado temprano con sus hijos desde Alcalá la Real,
donde residía. Conversó aparte con su esposo, y los dos comunicaron su resolución a los
maestres y a los capitanes: no era prudente dar su brazo a torcer; no era prudente aplazar la
tarea. Las decisiones había que tomarlas en caliente, ‘y más caliente que después del
incendio es imposible’, bromeó la reina. A partir de ese mismo día —es decir, ya— se
comenzaría a construir un campamento que no pudiera arder; una ciudad de fábrica, con
cimientos de piedra verdaderos, y verdaderas calles y verdaderos pozos. A medida que el
asedio se prolongara, crecería y se asentaría la ciudad. Con más motivos que antes, se
llamaría Santa Fe. Los musulmanes tendríamos que bebernos con los ojos la inamovible
provocación de los cristianos. Se proponían levantar ante nosotros una prueba tangible, la
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