Page 217 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
regresaron inutilizados por sus heridas. Tal era nuestra realidad, aunque las pérdidas de los
cristianos fuesen dobles o triples, que nunca fueron tantas, aunque, para no darnos por
vencidos antes de que nos vencieran, nos hubiese parecido vital esa sangría.
Moralmente, pues, la situación era irremisible. Y lo era desde mucho tiempo antes de
que se manifestase como tal para los granadinos.
En cuanto al abastecimiento, nuestra insuficiencia no era aún comparable a la que
padecieron hasta su rendición Málaga o Baza, pero también es cierto que los granadinos y
los refugiados ya no podían achacar a nadie el hundimiento del Islam: su rendición no era
una rendición más, ni su entrega otra más, sino la entrega y la rendición de cuanto sus
creencias y sus abuelos fueron, les enseñaron a ser y los animaron a defender desde hacía
siglos. ¿Qué les importaba que Granada no pudiese conquistarse por asalto ni por sorpresa,
y sí sólo por un sitio que sería muy largo y que acaso diera tiempo a alguna alternación?
¿Qué les importaba que el aislamiento infligido por los cristianos no fuese total, y
quedaran exentas de él las cuencas altas del Darro y del Genil, con los frutos de la huerta y
de la ganadería de las vegas de Zenes, de Dúdar, de Quéntar y Beas, de Pinos Genil y
Güejar—Sierra, aparte de los caminos arriscados pero andables de las alquerías y aldeas
alpujarreñas, muchas de las cuales aún eran musulmanas? Los granadinos, aunque no se
lo confesasen, ardían en deseos de zafarse como fuese de unas circunstancias que se les
hacían insostenibles, y salir de las cuales como fuese, por el solo hecho de salir, se les
antojaba un bien inapreciable.
Y tampoco les importaba contar con defensas que eran otro bien inapreciable: la
resistencia de Alfacar, por ejemplo, con la que todos los arranques cristianos,
reiteradamente lanzados contra su fortaleza, no habían podido; o tener dentro de sus muros
las dos ciudadelas mejor guarnidas y más grandes de Europa según mis noticias: la
alcazaba del Albayzín y la Alhambra (entre las que yo oscilaba con Moraima y mi hijo Yusuf,
acompañado por Farax, sin ton ni son en apariencia, aunque generalmente por causa de
amenazas y atentados que había de eludir).
Y se manifestaban asimismo indiferentes los granadinos a las heroicas gestas que
para animarlos toleraba yo, aunque estaban oficialmente vedadas; me refiero a las acciones
campales, aceleradas y efectivas, que denodados jóvenes emprendían aún, y que
sembraban la inseguridad hasta en el campamento de Santa Fe, cuyos muros algunas
noches alcanzaron, matando centinelas, sorprendiendo guardias y asaltando convoyes.
Pero los granadinos sólo tenían ojos para su mal, no para lo que los debía de alentar, y
tampoco para el mal de sus enemigos, que en cierta amarga forma contrapesaba el suyo.
¿O es que se encontraban los cristianos en condiciones óptimas?
A causa de la suciedad y de la inmundicia de piojos, chinches y pulgas, se
desencadenaron en sus reales epidemias que, por alto que fuese el nivel de sus hospitales,
ocasionaban bajas y fugas. Faltaba el dinero, que no siempre lograban recaudar, ya porque
se negaran los pueblos, ya porque los recaudadores lo sisaran, ya porque se aprovechara el
papado y lo escatimaran las órdenes religiosas, abrumados todos por la prolongación de las
campañas: ni a los súbditos ni a los aliados puede exigírseles un gran esfuerzo duradero. El
agotamiento de los concejos, el desconocimiento de Castilla sobre qué era Granada, qué su
Reino, cómo se desenvolvían las conquistas y qué se adquiría con su dinero, eran muy
perjudiciales. La necesidad de hombres aumentaba al ritmo de nuestros asaltos; hubieron
de establecerse por la Vega grupos de lanceros en turnos de día y de noche, y, alrededor de
Santa Fe, trincheras, parapetos y avanzadillas surtidos por soldados, en una incesante
actividad que los desalentaba al transformarlos de asediadores en asediados. Era tanta la
perentoriedad que los reyes tenían de apresurar la entrega de Granada, ya que no su
conquista, que tuvieron que intervenir con decisión, por procedimientos sesgados, para
empeorar las condiciones físicas y morales de los granadinos y apremiarnos así a la
negociación. Recibíamos noticias del malestar de los cristianos, que presenciaban el correr
del tiempo y el gasto de sus arcas y de sus márgenes de recuperación, sin avanzar ni un
sólo paso. Recibíamos noticias de la acuciante tentación que sufría Fernando de levantar
sus tiendas, dejar una guarnición como testigo y aplazar hasta el próximo año, en que
estaría ya deshecha Granada, la arremetida final. Recibíamos, a través de nuestros
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