Page 220 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
sesgadamente, a la entrega de la ciudad. Pero Zafra era aún más artero que su rey, quizá
por proceder de más abajo. (Fue criado de Enrique Iv, y luego secretario de ínfima categoría
de la reina; con servilismo y paciencia, había medrado: llegó a confidente y consejero de
Fernando. Y cuando éste, desvanecido su optimismo, se resignaba a aplazar la solución del
cerco hasta la siguiente primavera, él lo disuadió y se comprometió a hacer la torva labor de
zapa que el rey personalmente había llevado a cabo en Baza, y de la que se encontraba
muy cansado.) Fue con este villano inteligente, al que nada le impedía arrastrarse con tal de
alcanzar lo que deseaba, con el que entablaron negociaciones —creí que en exclusiva—
mis principales mediadores.
Lo que ignoraba yo —por lo menos en sus detalles— era que, desde el mes de abril,
no sólo Aben Comisa y El Maleh, sino muchos más personajes de mi corte, habían abierto
tratos ya. Todo eran ambigüedades; todo, supuestos; todo, palabras en el aire, porque a
cuanto se hiciera a espaldas mías tendría yo que dar mi visto bueno; pero entretanto se
hacía. Quizá la otra parte confiaba en que yo sabía más de lo que sabía, y en que
tácitamente autorizaba y ratificaba esas gestiones como las más arriba expuestas del
alguacil mayor y del visir. En la diplomacia la habilidad consiste en revestir de autenticidad lo
hipotético o lo inventado, en adornar lo ilusorio, y en presentar como verdad lo imaginario;
apoyándose, entre otras cosas, en el anhelo del engañado de que sea firme cuanto se le
insinúa.
Así, entremezclados los pasos oficiales con los semioficiales, e incluso, por desgracia,
con los privados en estricto sentido —opuesto a veces a los intereses de Granada—, era
muy arduo para cualquiera —sin exceptuarme a mí— discernir cuáles eran los límites de
unos y de otros. Cautivos liberados sin mi consentimiento llevaban a Santa Fe propuestas
que yo desconocía; traidores siempre a punto para venderse iban y venían con recados que
sólo la parte interesada en darlos —o sea, el rey Fernando— se tomaba el trabajo de fingir.
[Pero ¿cómo iba yo a suponer que, mucho antes de que yo decidiera negociar,
aquéllos en quienes más confiaba lo hacían ya en la sombra?] ¿Cómo iba yo a suponer que
El Maleh, al que siempre tuve —y aún tengo— por fiel, se oponía desde meses atrás a que
interviniera en las conversaciones Aben Comisa, a quien tachaba en sus cartas a Zafra de
estúpido y de avariento, y exigía el monopolio para él, cosa en la que coincidía con Aben
Comisa, que también opinaba que habían de hacerse por una sola mano: la suya en su
caso, por supuesto? ¿Cómo iba a suponer que los dos personajes habían ya fijado con el
enemigo el precio exacto de sus intervenciones: 10 mil castellanos de oro cada uno, además
del Temple con todas sus alquerías, en donación que había de hacerse a juro de heredad,
con pleno dominio en poblado y despoblado, en lo alto y lo bajo, más todos los pactos,
salmas, diezmos, pechos, derechos y jurisdicciones privativas? ¿Cómo iba a suponer que,
más adelante, cuando ya me había implicado en la correspondencia, El Maleh me entregaba
las cartas pero se reservaba unas hijuelas que en el mismo sobre le incluía Zafra para que
las leyera él solo a escondidas del alguacil mayor y de mí mismo? ¿Podría creer a El Maleh
—y sin embargo lo creí—, cuando me explicó que así me convenía, y que también él le
mandaba otras hijuelas secretas a Zafra, pues no es bueno que un rey pueda enojarse
demasiado, o poner en riesgo su dignidad real, o enterarse de las pequeñeces y cicaterías
con que sus súbditos obran compelidos por su servicio, o estar al cabo de las mentiras e
hipocresías que tan precisas son, para impedir que hasta de esos súbditos, leales aunque
no siempre limpios, acabe por desconfiar? Cierto que yo sabía más de lo que aparentaba,
porque no convenía asustar a la liebre con un ballestazo prematuro, y porque los personajes
de mi corte no eran tan respetables como para no denunciarse ante mi los unos a los otros;
pero de ahí a conocer el auténtico estado de las cosas había, por desgracia, un trecho
demasiado grande.
Tardé tiempo en caer en la cuenta de que los motines que se producían en Granada
eran provocados por agentes más o menos explícitos del rey Fernando —y con su dinero—,
que soliviantaba lenta pero seguramente hasta a los alfaquíes. Como eran provocados (los
primeros; luego ya se encadenaron unos con otros, porque no hay nada más difusivo que la
subversión bien gratificada) los saqueos de las casas ricas, que tenían el efecto reflejo de
poner contra mí, por falta de firmeza, a los robados.
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