Page 199 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
Mirando a mi alrededor, me sentía mezclado con la muerte.
Mientras paseaba por la rauda, entre tumbas, me sentía mezclado con la vida y la
muerte. Me asaltaba la tentación de huir; el deseo voraz y la desgana de todo al mismo
tiempo. Como un convaleciente, que se exalta y se desanima; como un fantasma ciego,
vuelto del otro mundo, que recorre a tientas las salas y el jardín en que fue feliz vivo, y
solloza de amor. Aquel fantasma, que era yo, lloraba con unos ojos que ya sólo para llorar
servían, como los de Egas Benegas en Lucena. Porque la vida entera se había convertido
en un inaccesible día siguiente. Porque a todas horas comprendía lo que mi tío Abu Abdalá
me dio a entender, y hasta lo que ni siquiera él había entendido. ¿De qué me serviría
entonces el ardor de los versos?
“Cuando la espada del amor conquista el alma de un amante, un millar de amantes
deponen sus vidas sagradas en agradecimiento.
¿Qué es esto? ¿Deseas el amor y después temes la ruina?
¿Aprietas la bolsa y persigues el amor a través de unos labios de azúcar?
No, no: aparta tu cabeza; siéntate en el rincón de la seguridad: una mano tan corta no
ha de aspirar al ciprés alto...
Amante, no seas tú menos que la mariposa nocturna, ¿y qué mariposa nocturna se
libró de la llama?
‘No se le puede encontrar’, me dijeron. ‘Nosotros también lo hemos buscado.’ Algo
que no se puede encontrar: ése es precisamente mi deseo...
El jardín está desconcertado, porque no sabe qué es la hoja y qué la flor; los pájaros,
turbados, porque no saben distinguir qué es la trampa y qué el cebo...
Guarda silencio, no rasgues el velo; consume el jarro de los taciturnos; ciégalo todo,
vélalo todo, habitúate a la impenetrable clemencia de Dios.”
Afligida por mi mudez, me acompañaba Moraima, pero hasta su compañía me
hastiaba. Porque yo no podía explicarle sin rubor lo que me estaba anonadando el alma,
pero tampoco podía hablarle de otra cosa.
Ella, incapaz de ayudarme, cedió su sitio a unos hombres evidentes y herméticos, que
yo ignoraba de dónde habían salido. No parecían ni musulmanes, ni judíos, ni cristianos. No
eran ni jóvenes, ni viejos. Miraban el mundo con ojos transparentes que en nada se
posaban, y sonreían siempre. Daban la impresión de conocer el secreto de enigmas que
nosotros ni siquiera nos habíamos planteado, o mejor, de estar de vuelta de todos los
enigmas, como si la solución fuese no planteárselos más una vez conocidos. En los días
que me frecuentaron no logré adivinar qué querían de mí. Quizá no querían nada, y es eso
lo que los volvía misteriosos.
Me trataban con el mismo respeto fraternal con que trataban a “Hernán”, mi perro, o a
los árboles.
—Somos criaturas —respondían a todo lo que yo les preguntaba—.
Estamos aquí para ayudarte; para ayudarnos mientras te ayudamos.
Y seguían sonriendo. Vivían, por lo visto, en una ermita —o en varias, no lo sé— por
las vertientes de Sierra Solera. Habían bajado a la llamada de alguien. O quizá nadie les dijo
que viniesen.
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