Page 270 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
fe’? ¿O es que son sólo los que más se elevan, los que más progresan, quienes entienden
los preceptos?
¿Y por qué no imitarlos? ¿No será que los hombres vulgares —y los reyes vulgares—
no se rigen ni actúan, en realidad, bajo preceptos religiosos?
Nuestra enemiga contra los judíos se apoya en que denigran al profeta Jesús; nuestra
enemiga contra los cristianos se apoya en que lo divinizan: porque lo que el Islam pretende
es renovar la religión de Abraham, de la que nace el Libro que a las tres las concreta. Y aun
así, según el Enviado, la guerra santa grande es la que se desenvuelve dentro de nuestra
propia religión; la pequeña, la dirigida contra los atacantes exteriores. Más todavía: si éstos
se rinden antes de ser vencidos, gozarán del “aman”, es decir, de la inmunidad y del perdón.
Las sinagogas y las iglesias se conservaron; fue tolerado el ejercicio de sus cultos. El
impuesto personal con que los andaluces gravamos a los cristianos y a los judíos sólo era
un sustituto del servicio militar: quienes no estuviesen obligados a él —mujeres, niños,
monjes, inválidos—, tampoco estaban obligados a pagarlo. ¿Acaso el Islam no mejoró la
vida de la mayoría?
¿No fueron repartidos y mejor cultivados los amplios latifundios anteriores? ¿No se
libertaron los esclavos por su conversión, porque ningún musulmán puede serlo, o por su
rescate, cosa que antes no estaba autorizada? Y la conversión, ¿no se reducía a la
aceptación del Islam como una ley social? Lo obligatorio es sólamente la conducta exterior
que el Corán marca; el grado en que se interiorice esa conducta no es objeto de mandato.
(Ocurre con esto lo contrario que con las arquitecturas: la nuestra se concibe desde
dentro y para dentro; su aspecto nos es indiferente; el exterior se contempla por ventanas
con celosías que resguardan la plena intimidad. Por el contrario, los cristianos construyen
para ser vistos por quienes pasen por la calle, y procuran ser por ellos envidiados.) Sin
embargo, por esa única obligatoriedad de la conducta aparente es por lo que los cristianos
nos acusan de hipócritas, siendo así que ellos, al exigirse a todos una perfección imposible,
lo son en mayor grado. Es algo similar a lo que sucede con los místicos que adelantan por
las vías espirituales: entre nosotros, son sólo los reclamados por una vocación imperativa;
entre los cristianos, a partir del bautismo que es su rito iniciático, son todos los llamados,
aunque muy pocos perseveren. De tal razón —de tales razones— dimana que las
conversiones al Islam fuesen mucho más numerosas que las contrarias. No fueron
provocadas por nosotros: los musulmanes siempre hemos asistido con curiosidad a las
celebraciones cristianas, y nos ha seducido visitar sus monasterios en las festividades de
sus santos; jamás empleamos la fuerza como palanca de abjuración, aunque sólo fuese por
una causa ruin: por cada cristiano que se convertía, perdíamos un tributo.
Me pregunto cómo ha sido posible alcanzar este punto de encarnizamiento de hoy. La
religión, en los comienzos musulmanes de España, no dividía. La guerra no era una
cuestión esencialmente religiosa; los cristianos andaluces combatieron a menudo contra los
ejércitos del Norte al lado nuestro; los del Norte enviaban a sus hijos a educarse entre
nosotros, y casaban a sus princesas con nuestros caudillos, más cuanto más notables: ¿con
cuántas hijas de reyes, Sanchos y Garcías y Alfonsos y Bermudos, se casarían nuestros
Almanzores? Los cristianos, con quienes convivíamos, aprendieron el árabe hasta el punto
de que Álvaro de Córdoba se planteó traducir a él la Biblia, no para convertirnos a nosotros,
sino para que pudiese ser leída y entendida por ellos. ¿Qué sucedió después? La batalla de
Zagrajas, con Yusuf el almorávide ortodoxo, al que los andaluces tuvimos que recurrir para
ampararnos contra Alfonso Vi, lo cambió todo. La guerra expresamente política, por una
geografía que los del Norte trataban de recuperar, se transformó en una guerra religiosa,
mucho más despiadada e implacable. Entonces se planteó si era el Islam o el cristianismo
quien dominaría la Península. Pero ése no era de ninguna manera un dilema andaluz; era
un dilema importado de África.
Nuestra debilidad reclamaba socorros exteriores; de allí vinieron, y con los africanos
no teníamos otro punto en común sino la religión. Para desgracia de todos —sea quien sea
el que se haya favorecido—, fue tal sentido de la guerra el que se impuso hasta ahora desde
entonces. Sin embargo, a pesar de los pesares, como yo le decía a don Gonzalo Fernández
de Córdoba, cada vez menos, pero hasta ayer, entre luchas y rapiñas, entre esperanzas y
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