Page 271 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
desesperaciones, musulmanes, judíos y cristianos, cada cual con su credo, hemos aspirado
y respirado en un mundo espiritual no sé si idéntico, pero sí recíprocamente comprensible. A
partir de ahora ese mundo no existe. La historia que ha empezado es otra historia. ‘En la
realidad más profunda, ¿qué es lo que ha sucedido? —me vuelvo a preguntar—. ¿No se
habrán tomado las religiones sólo como un pretexto?’ Los hombres son con frecuencia
manejados por circunstancias que ellos mismos no entienden, como quien es arrastrado sin
poderlo impedir por un torrente.
El rey Fernando “el Santo” de Castilla fue el primero que se equivocó al contradecir
nuestra partición de los latifundios, y al decidir darles a los nobles, como cebo para que le
auxiliasen en la conquista, las extensas tierras conquistadas. Los ricos señoríos de los
monjes o de los seglares fueron configurando un poder grande, sin que el poder reducido de
los plebeyos o de los comerciantes de las ciudades constituyese un contrapeso suficiente.
Fue Pedro I quien se dio cuenta de ello, y contra ello reaccionó; pero él era exótico en
Castilla: él era, por supuesto, arabizante. Su hermano, por el contrario, cimentó su ambición
sobre los nobles perjudicados; contó con el apoyo de los señores, cuyo predominio
peligraba.
Y la redención incoada se deshizo: para ellos y también para nosotros.
Porque Castilla es de una pobreza contagiosa; cuando sus pastores descendieron a
nuestra Andalucía, trashumando al amparo de las órdenes religiosas, trajeron su hambruna
y su miseria, y hundieron la riqueza de nuestro califato. Castilla no produce: consume; no
trabaja: guerrea. Tal ha sido su oficio. Y con el militarismo que bajaba de ella, bajaba no sólo
el empobrecimiento para la economía, sino para la cultura y para nuestra organización social
más justa.
La pretensión integradora del Islam, por la que los habitantes de una ciudad o un
pueblo se compenetran y equilibradamente se combinan, tocó a su fin; la batalla de la
justicia se había perdido ante el abuso de los privilegiados.
Este efecto destructivo no hizo más que acentuarse con el tiempo.
Se vaciaba Castilla: todos deseaban refugiarse en el Sur; paralizaron su tosca
agricultura; se expandieron las grandes y depredadoras trashumancias de la Mesta; se
admitieron negociantes extranjeros que compraran la lana, lo único que Castilla produce,
aparte de su frío. Y, ante la ruina, se recurrió a las bolsas hebreas, también andaluzas en su
mayor parte.
Los castellanos, para continuar comiendo y para continuar gastando, no han contado
más que con dos fuentes de ingresos: las expediciones contra nosotros y las matanzas de
judíos. Los malos pagadores emplean el decisivo método de asesinar a sus acreedores para
saldar sus deudas. Tal situación era propensa a encubrirse bajo un exterior de religiosidad;
cuanto más fanática, más ciega y, por tanto, más práctica. Pero ¿combaten los castellanos
por su fe, o combaten por su subsistencia? ¿No es por el dinero por lo que luchan contra
quienes lo tienen? No obstante, desacostumbrados a ejercer un oficio o una técnica —en lo
primero, nosotros, y en lo segundo, los judíos, éramos los versados—, de poco les sirvió
poseer la tierra si no la cultivaban, u ocupar los puestos si no sabían hacer uso de ellos, ni
cómo administrarlos. ¿Es verdadero dueño de una clepsidra o de un astrolabio o de una
brújula quien desconoce su utilidad, o de un jardín quien no lo labra ni disfruta sus flores? El
pueblo menudo de Castilla sólo se mantuvo a fuerza de botines de guerra y saqueos de
aljamas; por interés, siempre estuvo dispuesto a secundar la voz que lo condujera contra
Granada y contra las juderías. Y sus reyes, desde el extremo opuesto, se adiestraron en
emplear con impune seguridad tales argumentos homicidas: no argumentos religiosos, que
miran hacia la otra vida, sino económicos, que miran hacia ésta, aunque finjan devoción con
los ojos en blanco.
Estos reyes de hoy, Isabel y Fernando, han aportado dos novedades: la de reunir en
sus personas el Aragón, que vivía de fuera, y la Castilla hambrienta, y la de fortificarse
contra los señoríos, una vez enardecido, colmado de promesas y dominado el pueblo
pordiosero. Los dos de consumo se fortalecen y mutuamente se sostienen: para fundar una
monarquía consistente, el poder ha de estar en una mano sola. Por las noticias que tengo, el
primero que adivinó sus intenciones fue el cardenal Mendoza, que con habilidad sometió su
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