Page 272 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
gran familia a ese mando exclusivo; no en función de la patria, que es para ellos un
concepto inexistente, sino del propio beneficio: los Mendoza inundaron las administraciones
de la iglesia, del reino, de los ejércitos, de las ciudades; pero ya no en nombre propio, sino
al servicio de quienes los nombraban. La ganancia, si no la dignidad, seguía siendo la
misma.
Con qué claridad veo que el pueblo menudo y menesteroso no cree con sinceridad en
su Dios, ni los grandes señores en sus pueblos, ni los reyes en sus vasallos chicos o
grandes, del tamaño que sean. Los reyes mienten cuando exclaman postrados: ‘No para
nosotros, Señor, sino para ti el poder y la gloria’.
Cada hombre busca su provecho; a veces lo disfraza con vistosos ropajes de
desprendimiento, y lo denomina Dios, rey o patria; a veces lo deja desnudo, y se bate como
un lobo solitario. Para que renuncie a la violenta codicia de un cubil, de un alimento, de una
pareja, ha de unirse con otros hombres bajo un poder común que satisfaga esas tres
necesidades, y que después le invite a vivir en una ciudad justa, donde la convivencia con
los otros enriquezca la vida de cada uno, sea cual sea el Dios que adore, la lengua en que
se exprese y el matiz de su piel. Eso fue lo que, dentro de la Península, el Islam intentaba.
Anoche he sufrido una aniquiladora pesadilla. Soñé, con toda clase de detalles vívidos
y exactos, cómo perdía Granada, y cómo la entregaba, y cómo era expulsado de ella. En el
sueño, no obstante, había una nebulosa mitigación del sufrimiento: de un modo enigmático,
que sólo obra en los sueños, sabía que soñaba. Para sacarme de aquella angustia que me
hacía gemir, me despertó Moraima.
Con ello me indujo a otra pesadilla peor: la de esta realidad de la vigilia, en la que todo
lo que soñé se había producido de antemano.
Las crónicas, no sé si para facilitar su acceso a futuros lectores, o para simplificar las
historias, que son siempre inenarrables, reducen cada reinado y cada batalla a una partida
de ajedrez.
Yo mismo tiendo a ello: tan grande es la pasión del hombre por el juego, que de
alguna manera disculpa sus errores con el azar.
Cuando se conquistó Toledo, un sabio, Abu Mohamed al Asal, lanzó un grito de
alarma:
“Habitantes de Andalucía, espolead vuestros corceles.
Detenerse ahora sería una hueca ilusión.
Los vestidos suelen rasgarse por los bordes, pero España empezó a desgarrarse por
el centro.”
Por el centro del tablero —y cada tablero ostenta a los adversarios de un mundo, sea
grande o sea pequeño— avanzaron los peones de la partida. Temerarias fueron las
apuestas, y la baza, cuantiosa; las jugadas se llamaron irremisiblemente unas a otras. Con
razón lo que en árabe denominamos “al sak mat” lo denominan los cristianos ‘jaque mate’:
para nosotros significa “el rey ha muerto”. Tal es lo que en mi partida y en mi tablero ha
sucedido. En lo esencial se identifican todos los idiomas.
A veces, en estas noches tan prolongadas que parecen detenerse, cuyas horas son
como días oscuros, juego al ajedrez con Bejir o Farax; ríen cuando me ganan, es decir, ríen
siempre. Moraima levanta sus ojos de la labor y les regaña; ella, cuando juega conmigo no
juega contra mí: se olvida de hacer el movimiento que le daría la victoria. Sin embargo, con
Aben Comisa o El Maleh me niego a enfrentarme: aunque no me hagan trampas, no
consigo evitar la sospecha de que me las hacen. Prefiero ver cómo juegan entre sí, y se
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