Page 70 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Ellos sostienen con nosotros unas relaciones casi fraternales: viven en Granada o se
               amparan en ella en cuanto consideran que sus reyes son injustos,  o sus  contrincantes
               demasiado terribles.  La frontera es, más que  nada, un estado de ánimo, una manera de
               entender el mundo, algo que separa y que une. O sea, la demostración de que toda pelea
               tiene mucho de abrazo, y de que, para batir a un enemigo cuerpo a cuerpo, se le ha de
               escuchar latir el corazón. Los que cuenten la Historia, si no lo ven así, no la contarán bien.
                     ‘Aparte de  tu familia,  Boabdil, hay otras tres en  Andalucía con las que, antes o
               después áfue mucho antes de lo que yo creíaú, habrás de vértelas: los Guzmán, en Medina
               Sidonia, los Ponce de León, en Cádiz, y los Fernández de Córdoba, que llevan dos siglos y
               medio en esa región. Los dos primeros, por motivos de orgullo, de conquistas y de botín,
               son adversarios irreconciliables. De su antagonismo, mimosamente cultivado por nosotros,
               hemos de  sacar fruto; si un rey  enérgico sometiese a  esos señores y los obligase a
               colaborar juntos, nuestra oportunidad habría cesado.  En cuanto a los  Fernández de
               Córdoba, su división es aún más agria. La casa tiene tres grandes ramas: la primera, la de
               Aguilar, regida por el terrible don Alonso, e instalada en los pueblos de Aguilar, Montilla y la
               Puente de don Gonzalo en la campiña cordobesa, y, en la sierra, en Priego y Carcabuey; la
               segunda rama es la de  Lucena y  Espejo; la  tercera, la del conde de  Cabra y señor  de
               Baena.  Entre las tierras de éste y las posesiones de don  Alonso de  Aguilar hay  dos
               dominios: el de  Zueros, que pertenece a don  Alonso de  Córdoba, y  el de  Luque, de un
               pariente mío, don Egas Venegas, un pobre ciego inválido; pero estos dos siempre bailan al
               son que los otros tocan.  Lo más importante es que don  Alonso de  Aguilar y don  Diego
               Fernández de Córdoba, el de Cabra, no se tratan desde hace algunos años. Don Diego es
               amigo de tu padre; pero quiero que lo entiendas bien: entre nosotros es amigo aquel con
               quien coincide nuestra conveniencia. En la frontera, hijo mío, tal es la norma: no tenemos
               más remedio que hacer una política repentina de alianzas y hostilidades según  el viento
               sopla.
                     —¿Y por qué guerrean entre sí estos señores, si comparten el mismo rey, la misma
               religión y el mismo enemigo común, que somos nosotros?
                     —No puedo pedir a Dios que te conserve tanta ingenuidad —respondió sonriendo con
               un ligero desdén—.  Los cristianos anteponen su soberbia a todo, incluso a  su propio
               provecho. Son capaces de perderlo todo, y hasta de dejarse matar, con tal de perdurar con
               honra en la memoria de los otros.  Una atrocidad, como verás.  Don  Alonso y don  Diego
               representan las dos ramas principales del tronco de los Fernández de Córdoba; pero la de
               don  Alonso es la primogénita.  Por eso, cuando la segunda se le adelantó en nobleza y
               nombraron a don Diego conde de Cabra  y  más tarde vizconde de  Iznájar, y aquél siguió
               siendo sólo señor de  Aguilar, se  le erizaron los bigotes.  Además, don  Alonso tenía que
               casarse con la octava hija de don  Diego, lo cual hubiera suavizado las tensiones; pero,
               instigado por el maestre de Calatrava, se casó con una hija del marqués de Villena, con lo
               que se rompieron definitivamente las concordias. Tanto, que Enrique Iv intentó en Córdoba,
               en beneficio de la corona por supuesto, que firmaran la paz y se abrazaran. Lo hicieron sin
               convicción ninguna. A los cuatro meses, don Alonso, en medio de un cabildo de la ciudad,
               prendió a dos hijos del conde, y forzó al mayor —otro don Diego con el que te tropezarás sin
               duda— a entregarle la tenencia de Alcalá la Real, de la que era alcaide, y que es, como
               sabes,  la puerta de nuestra  Vega; porque entendía que  se la usurpaban.  En cuanto fue
               liberado, ese  Diego desafió a don  Alonso sin que acudiese al reto,  y después  apresó y
               retuvo tres años a un hermano del de Aguilar, don Gonzalo Fernández de Córdoba, un buen
               soldado que se relacionará contigo si algún día ocupas el trono de la Alhambra. Y, por si
               fuera poco, cuando se puso en tela de juicio por los nobles la legitimidad de Enrique Iv, don
               Diego lo defendió frente a don Alonso, que tomó el partido del príncipe su hermano. Todas
               estas malquerencias son complicadas de entender; pero considera que entre nosotros hay
               los mismos recovecos, y tampoco serán fáciles de entender para los cristianos. En política, a
               merced de los cambios, puedes encontrarte del brazo del que fue tu mayor enemigo el día
               anterior, y viceversa.  Yo no creo,  bendito sea  Dios, que  ahora finalicen estas  luchas tan
               fructíferas, porque don Diego el de Cabra es primo hermano de la judía Juana Enríquez,
               madre del rey de Aragón don Fernando, el marido de la reina de Castilla, y ese parentesco
               inclinará a su favor el fiel de la privanza; lo cual enconará más aún a don Alonso.

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