Page 74 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
La luz acariciaba y se multiplicaba en los brocados, se entretenía en los oros, se
deslizaba sobre los marfiles. Los cristianos rebullían, desconcertados, en medio de aquel
cuadro; pero sólo unos instantes, hasta que mi padre les dio permiso para hablar. Entonces
las cabezas y los tocados de los cortesanos se ladearon, convergieron o se separaron entre
bisbiseos.
De los cristianos únicamente dos llevaban barbas. Casi ninguno tendría más de treinta
años. Por su tez clara, todos parecían rubios. Se habían vestido, para destacar menos, con
lujosas ropas de tonos vivos. Sin embargo, se adivinaba bajo ellas el almidonamiento del
que se encuentra incómodo; sonreí al descubrirlo. Detrás de los dos embajadores, me llamó
la atención el dueño de unos ojos vivaces en un rostro armonioso, rodeado de una corta
melena de color castaño.
Un muladí inició su tarea de trujamán. Yo di con cautela dos pasos para ver mejor el
perfil de mi padre, concentrado y benigno al mismo tiempo, impenetrable y amistoso. Y
comprendí que las monarquías son hereditarias porque se tarda mucho en aprender ciertos
gestos; porque no se improvisa la majestad, sino que se lleva en la masa de la sangre.
Traducía el muladí: mi padre había mandado sus embajadores a Sevilla para firmar una
tregua; pero exigió que fuera reconocida su parigualdad con los reyes cristianos, y que la
firma fuese de poder a poder, sin haberles otorgado autoridad para obligarse al pago de
tributo ninguno.
Los embajadores presentes, encargados de confirmar las treguas ahora en Granada,
reclamaban el cumplimiento de los antiguos compromisos de vasallaje y el pago de las
parias atrasadas, e invitaban a mi padre a que en las nuevas cláusulas de paz constaran los
tributos de sumisión correspondientes.
El discurso fue extenso y sinuoso. El orador no se atrevía a expresar con absoluta
claridad lo que debía expresar. Con un fruncimiento de cejas, lo animaba el intérprete a
dejarse de circunloquios en una corte donde los circunloquios eran la norma. Se escuchaba,
impreciso, el murmullo de los comentarios cortesanos. Un asomo de sonrisa aleteó en la
boca, carnosa y algo infantil aún, del dueño de los ojos vivaces. Su nariz y su frente eran ya
adultas; pero su boca y su barbilla, no.
—¿Quién es? —le pregunté a El Maleh en un susurro.
—Gonzalo Fernández de Córdoba —me contestó—: la esperanza cristiana.
Todo lo detuvo un parpadeo de mi padre, que suspendió a la concurrencia, e hizo
trastabillar al trujamán. Apenas concluida la perorata, mi padre levantó con irresistible
lentitud la cabeza. La corte entera se dispuso, cambiando de postura, a escuchar otro largo
discurso de respuesta: un discurso más largo que el de los embajadores, en el que mi padre
aplazara las treguas, escondiera su voluntad entre enjoyadas frases, se justificara, y
agotase la atención de los oyentes para poder, con más facilidad, burlarlos. Sin embargo, mi
padre, brillándole igual que ascuas los ojos verdinegros a los que tanto se asemejan los
míos, sencillamente dijo:
—Trasladad mi contestación a quienes os envían: ‘Han muerto ya los reyes de
Granada que pagaban tributo; también han muerto los reyes de Castilla que los recibían’. Y
añadid: ‘En las cecas en donde se acuñaba la moneda de las parias, se forjan hierros hoy
para impedir que se sigan pagando’.
Ahora —agregó levantándose—, tened a bien, señores, aceptar mi hospitalidad.
Mediaba el mes de enero, y era el frío muy grande. Yo no lo había sentido en toda la
mañana. Al final, casi sentí calor.
No bien transcurrió un mes desde la partida de los embajadores cuando mi padre
convocó a los príncipes a la Sala del Consejo.
Cuando llegué yo con Benegas estaban ya reunidos los demás visires y los altos
cargos de la cancillería. Con la mano y una sonrisa me saludó mi tío Abu Abdalá.
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