Page 66 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
unos días atrás, Moraima, después de observarme con sonriente ironía, me dijo que cada
vez me asemejaba más a Abu Abdalá, levanté la cabeza con orgullo. Sospecho que ella no
supo interpretar mi gesto, y calló pensando que la comparación me había incomodado.
Mi padre y él, a pesar de la diferencia de edades, se llevaban muy bien. En los
comienzos, mi tío lo ayudó más que todo un ejército.
Entre los dos consiguieron lo que afirmó mi padre la mañana en que me llamó al
Consejo: un buen momento para el Reino. El gobierno se desenvolvía con firmeza; los
ciudadanos se sentían seguros; se respetaban los principios religiosos, lo cual proporciona a
los instalados una plácida sensación de sosiego; se suprimió la delincuencia, y, sobre todo,
la frontera se mantuvo estable y defendida, cosa que casi nunca había ocurrido. El pueblo,
pues, estaba satisfecho con mi padre. Sin embargo, contra él, y contra la ascendente
estrella de Benegas, pronto se levantaron los alcaides que promovió mi abuelo y que habían
defendido su causa. Los secundaron algunos capitanes cristianos (siempre dispuestos a
alimentar cualquier discordia interna) y los abencerrajes, que no olvidaban la hostil actitud
con que mi padre inició su reinado, y que sintieron la tentación de imitar a los grandes
castellanos que se comportaban en la frontera como señores absolutos. Estos grupos
rebeldes izaron como bandera la más gallarda y noble que existía: el nombre de mi tío Abu
Abdalá. Por medio de artimañas, lo secuestraron y lo instalaron en Málaga a la fuerza,
coronándolo rey, y así declararon una guerra civil que pudo ser funesta. En Granada, tan
hecha a vaivenes, a nadie extrañó mucho; la gente opinaba, como mi madre, que mi tío
había nacido para rey. Yo había cumplido entonces ocho años, y cundió por la Alhambra la
noticia. Tanto mi tío como los abencerrajes y los viejos alcaides gozaban de una simpatía
que nunca alcanzó Benegas, generalmente odiado, aunque luego lo sería más aún. Por si
fuera poco, Málaga aspira por tradición a la independencia: en la dinastía anterior también
fue gobernada por el hermano del último rey; ojalá sea falso que la Historia reitera sus
capítulos.
Pero mi padre no se arredró; conocía demasiado a su hermano.
Desde el principio supo que el alzamiento no era idea suya, sino una revuelta de los
preteridos y humillados. áMi experiencia me dicta que los abencerrajes, como individuos,
fueron siempre dignos de consideración, responsables y honrados; pero, cuando actuaron
como tribu, han proporcionado muchos quebraderos de cabeza al Reino.
Les sucede al revés que a los Voluntarios de la Fe, que, como cuerpo, son una buena
guardia y un buen baluarte, pero cuando han caído en manos de algún jefe intrigante, se
han metido en política y han dislocado todo. Por eso fue en persona hasta Málaga y,
mediante argucias y dinero, consiguió que mi tío escapara de las garras de los rebeldes y
compareciera en su campamento. Allí se mostraron los dos juntos y, sin mayor
inconveniente, se sometieron los levantados ante el prestigio de uno y otro. Mi tío volvió a
ocupar el puesto que ocupaba; pero la represión contra los viejos alcaides y los
abencerrajes fue terrible.
Muchos de éstos fueron decapitados después de una cena en la Alhambra, a la que
acudieron embaucados por el perdón de mi padre a su hermano. Los que huyeron con vida
se refugiaron en Castilla, o en Aguilar y en Medina Sidonia, asilados por las familias
fronterizas enemigas de las amigas de mi padre. Y, tras aquel baño de sangre que
suspendió el ánimo de la ciudad, el poder se estabilizó de nuevo. Aunque quedó una
sombra en la mente del pueblo, que estaba enamorado de los abencerrajes —apuestos y
valientes y representativos— y cada día más reacio a Benegas. Qué misterioso el olfato de
un pueblo para detectar con antelación el mal que se avecina.
Tres años después, es decir, el mismo en que me entrevisté con mi padre, me
mandaron a Almuñécar con mi tío, cuyo cariño por mí aumentaba al seguir sin hijos varones.
El propósito era que me ejercitara en el uso de las armas y me perfeccionase en la
equitación. Mi madre me despidió diciéndome:
—Adviértele a tu tío que, por mucho que se aspire a un trono, no se tira por el aire a
quien ha de heredarlo. Y que, si se le tira, no se le recoge.
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