Page 65 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
en tales defectos será el mejor amigo de su rey. Y no olvides, Boabdil, que el amigo mejor
no es el que te acompaña en la adversidad, sino el que te impide incurrir en ella.
Porque la ausencia de amistad, o sea, la soledad en que el poderoso se encuentra, es
más grave y más radical que la de otro hombre alguno. En primer lugar, porque ha de
mantenerse distante de quienes lo solicitan por interés y de quienes lo halagan y rodean
para obtener beneficios. En segundo lugar, porque los honestos que debería tener a su lado
suelen alejarse impelidos por su delicadeza, su discreción y su dignidad. Y en tercer lugar,
porque no ha de dejar traslucir esa soledad, ni mostrar ante nadie que es débil por ella,
porque será aprovechada para que el resentimiento de quienes lo circundan trate de
destruirlo. Por eso no te lamentes nunca delante de quien no esté comprometido en lo
mismo que tú, porque, o se desentenderá de lo que le comunicas, o te expondrás a sus
agravios. Ni siquiera expongas a la gente tu juicio sobre un tema, porque será inútil empeño
y una pérdida de tiempo. Si aconsejas a un sabio en contra de su opinión, se retraerá de ti; y
si a un tonto, sólo conseguirás perder su afecto por completo sin mudar su carácter. Dar
consejos es, pues, tan peligroso como pedirlos, porque no hay instrucción que sea a la vez
del gusto del maestro y del discípulo. Y te lo digo yo, que he sido nombrado tu maestro.
Porque un consejo dado y no seguido hace que quien lo dio se sienta humillado y cambie de
postura; y, si fue seguido con éxito, quien lo dio se sentirá con derechos como contrapartida
de su acierto. Por eso hay un refrán que dice: ‘Nadie te rasca la espalda como tus propias
uñas’, y otro que dice: ‘Ningún creyente se deja picar dos veces por el escorpión escondido
bajo una misma piedra’.
La política, querido príncipe, es, en lo más profundo, la sagacidad de saber elegir el
mal menor, y de saber convencer a los súbditos de que cualquier resolución es un hecho
consumado.
Mientras peroraba Benegas, entusiasmado con su propia oratoria, yo lo atendía con
aplicación, no porque él me dijera lo que en realidad pensaba (salvo algunas excepciones
más bien involuntarias), sino porque yo pensaba en la utilidad de lo que él me decía (acaso
a su pesar). Al ponerme en permanente guardia contra los demás, me ponía en guardia
también contra él mismo. Yo no le llevaba nunca la contraria; le formulaba cuestiones
simples, cuya respuesta preveía; fortalecía su creencia en que yo no era muy advertido, ni
llegaría a serlo nunca; procuraba acomodarme a sus palabras para que, ante mi
mansedumbre, que le era tan conveniente como posible sucesor (posible sucesor yo de mi
padre, y él de sí mismo), informara benévolamente al sultán. En una palabra, yo obraba
como el enfermo que se traga el brebaje no tanto para librarse de la enfermedad cuanto, por
lo menos, para librarse del médico.
‘Tu tío habría hecho un buen rey’, le oí un día a mi madre. Y cuando más tarde mi
padre comenzó a actuar con tanto desacierto, toda Granada fue de la misma opinión.
Mi tío, que se llama como yo, es moreno, delgado y muy alto; tiene la tez pálida y los
ojos aterciopelados: ‘Mira como si acariciara’, decía Subh. Las mujeres, cuando lo ven, no
logran apartar de él su mirada, y suspiran de pronto como si se les hubiese olvidado respirar
por mirarlo. Mi tío responde con una carcajada a esos suspiros: conoce su causa y la
desdeña. No en balde anda siempre rodeado de mujeres; hasta en su casa, pues sólo tiene
hijas.
Desde antes de adquirir uso de razón he sentido por él una admiración maravillada.
Me habían contado que, teniendo yo dos años, él solía buscarme —’Vengo a verlo crecer’,
decía—, me tomaba en brazos, me besuqueaba, y después me arrojaba por el aire y me
recogía con la capa, ante el griterío de Subh. Hasta que una mañana se le trabó la capa con
el sable y, al no extenderla a tiempo, di yo con mis huesos, todavía blandos, en las losas.
Añadía Subh que la cara de mi tío se demudó de tal modo que ni ella se atrevió a aumentar
su sobresalto con insultos. A Dios gracias, las consecuencias de la caída fueron sólo unas
cuantas moraduras y una gran hinchazón; pero mi tío no volvió a jugar con mi cuerpo a la
pelota, y en la corte quedó confirmada su predilección por mí. Si alguien me preguntaba en
mi niñez a quién me gustaría parecerme, respondía sin dudar un instante. Por eso cuando,
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