Page 76 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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pulgar atrofiado. La estúpida intensidad de la fascinación del galés conseguía

               que a Miller se le revolviera el estómago.
                    —Bueno —dijo Stevens—. Ciervos no sé si cazaremos alguno, pero nos
               vamos a poner ciegos de cojones en el intento. —Levantó la jarra y la guardó
               en una bolsa de arpillera. Amarró esta a la mochila antes de cargársela a los

               hombros y empezó a adentrarse en el bosque.
                    —¡En marcha! —Horn comenzó a seguirlo con el Springfield colgado de
               un hombro. Ma les pisaba los talones y Miller se quedó ligeramente rezagado
               para evitar que las ramas le cruzaran la cara. Aunque el sol ya se había abierto

               paso a través de las nubes, sus rayos se desplomaban débiles y difusos sobre
               la fría y lóbrega cripta del bosque. Por el aire, denso y cargado de humedad,
               se diría que acababan de internarse en un mausoleo.
                    Ninguno  estaba  familiarizado  con  el  entorno  más  allá  de  Slango.  No

               obstante, puesto que Stevens había cogido prestado un mapa topográfico del
               vagón del superintendente, decidieron seguir los picos que señoreaban sobre
               Fordham  Creek.  Los  primeros  exploradores  en  reconocer  el  terreno  habían
               coincidido  en  señalar  la  considerable  población  de  venados  que  uno  podía

               encontrarse en el interior, corriente arriba. En silencio, sin consultar antes la
               opinión  de  la  mayoría,  Bane  y  Ruark  se  adelantaron  al  resto  del  grupo  en
               busca de indicios.
                    Los  árboles,  ancianos  y  frondosos,  eran  inmensos.  Aquí  se  erguían  los

               antediluvianos, rivales  de  las  secuoyas  de  Redwood  Valley  que  databan  de
               antes de Jesucristo, de los romanos y de todo lo que no fueran las primeras
               tribus  nómadas  de  China  y  Persia.  Níveas  medialunas  de  hongos  se
               engarzaban en los viscosos pliegues de la corteza en su escalonado ascenso

               hacia el dosel de hojas. Estas habían empezado a caer, y sus cadáveres pardos
               y amarillentos tornaban el suelo resbaladizo. Las raíces y las rocas formaban
               cavidades  poco  profundas  en  las  que  anidaban  vastos  lechos  de  setas,
               suculentas y esplendorosas. Horn se dedicó a pisotear uno de ellos como un

               chiquillo  travieso.  Agarró  a  Ma  del  brazo,  entre  gritos  y  carcajadas,  y  los
               brincos de la pareja agitaron el velo de humo verdoso. Horn llevaba un buen
               rato empinando el codo con profusión, o al menos esa esperaba Miller que
               fuera  su  excusa.  La  mera  posibilidad  de  que  el  chico  fuera  tan  simple  y

               trastornado como resultado de un caso de endogamia le producía pavor.
                    Los  pájaros  y  las  ardillas  cotorreaban  en  sus  atalayas  ocultas,  e
               inopinadamente  Horn  disparó  el  rifle  contra  el  nido  de  una  perdiz  nival
               mientras  el  grupo  cruzaba  el  abrupto  desfiladero  de  un  riachuelo  seco.  La

               consiguiente explosión de hojas y madera imposibilitó determinar si el ave




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