Page 78 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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sería la primera vez que la estupidez y la genialidad convivían indisolubles en
la naturaleza de la misma persona. Con una sonrisa, no obstante, Miller
comenzó a aporrear el suelo con la punta del pie, marcando el compás,
mientras aquel segmento de su cerebro que permanecía en alerta constante y
nunca se divertía con nada se preguntaba hasta dónde debían de penetrar la
luz y la música en la negrura del bosque, hasta qué punto debían de resonar
sus algazaras y gritos entre los barrancos y las quebradas. Y la sonrisa se
evaporó de sus labios.
La cena consistió en asado de venado, pan de maíz, café y un par de dedos
de licor de confección casera en los posos a modo de postre. La conversación
y la música de violín de fondo languidecieron hasta que, durante unos
instantes, todo el mundo se quedó sumido en una especie de ensueño,
ladeadas las cabezas en dirección al viento que susurraba entre las copas de
los árboles. Las aves nocturnas gorjeaban, y entre las hojas se escabullían
pequeñas criaturas.
—Circulan rumores acerca de este lugar —anunció Bane, tan
inesperadamente que pilló a Miller desprevenido. Bane y Ruark habían
organizado una exposición de cuchillos, tomahawks y accesorios diversos que
lubricar y afilar. Ahora Ruark sostenía en la mano un «mondadientes de
Arkansas», una daga de grandes dimensiones en la que no dejaba de destellar
la luz de la hoguera con sus incesantes giros a un lado y a otro. Bane, por su
parte, se dedicaba a deslizar infatigablemente una piedra de amolar por la hoja
de su hacha de leñador, con el carrillo abultado por un pegote de tabaco de
mascar—. Leyendas, por así decirlo. —Que al Abuelo Moses le encantaba
inventarse historias no era ningún secreto. De inmediato, sus compañeros
aguzaron el oído y se arrimaron al lugar donde estaba sentado, enmarcados
los níveos cabellos y la barba indomable por los remolinos de diminutas
chispas que levantaban el vuelo mientras afilaba la herramienta.
—Ayyy, viejo, no empieces ahora con esas —protestó Horn, nervioso—.
No está bien contar cosas así cuando nos tenemos que pasar la noche
acurrucados aquí, en medio del bosque. No, señor, nada bien.
—¿Qué pasa, chaval? —se rio Stevens—. ¿Acaso tu mamá te metió el
miedo en el cuerpo allá en Kentucky?
—Tú cierra el pico y no mientes a mi madre.
—Vale, chaval. Tampoco hace falta que saques las uñas.
Aunque Miller guardaba silencio, los recelos lo carcomían por dentro.
Había vivido rodeado tanto de devotos cristianos como de seguidores de las
tradiciones místicas. Había quienes creían que hablar de una cosa en voz alta
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