Page 83 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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lo que ocurría con su fuerte acento, pero no, esta música era real, aunque se

               tambaleara al mismísimo filo de lo imperceptible. Una orquesta de cuerda e
               instrumentos de viento de madera respaldaba un coro de voces que cantaban
               en  algún  idioma  extranjero.  La  sinfonía  se  elevaba  y  caía  al  son  de  los
               barridos del viento y el mar de ramas que crujían en la oscuridad sobre su

               cabeza. No sabría precisar la distancia que lo separaban de los cantores. El
               sonido,  que  se  propagaba  de  forma  caprichosa  al  aire  libre,  era  aún  más
               impredecible en las montañas.
                    —¿Oís eso? —preguntó Calhoun. Miller distinguió a duras penas el brillo

               de sus ojos a la luz de las ascuas. El susurro del joven sonó enronquecido de
               temor—. ¿Qué diablos es eso?
                    —El  viento,  a  lo  mejor  —respondió  Miller  cuando,  transcurridos  unos
               instantes, la música se interrumpió para no volver a reanudarse.

                    El firmamento comenzaba a nacararse paulatinamente en tonos de rojo.
               Miller se levantó, se internó en la maleza y, tras desahogarse, se limpió las
               manos con un montón de hojas secas y agujas de abeto. Ruark ya se había
               puesto  en  acción  para  cuando  regresó  Miller.  El  viejo  leñador  encendió  el

               fuego  y  preparó  café  con  galletas,  ante  lo  cual  los  demás,  refunfuñando  y
               mascullando entre dientes, no pudieron por menos de salir a rastras de sus
               respectivos petates.
                    Nadie  mencionó  nada  acerca  de  ninguna  voz  o  música,  ni  siquiera

               Calhoun,  por  lo  que  Miller  decidió  morderse  la  lengua  para  evitar  que  lo
               acribillaran  a  preguntas.  Se  encontraban  en  tierras  inhóspitas,  despobladas
               salvo por algún que otro trampero esporádico. Lo que había oído era el viento,
               nada más. No tardó en olvidarse del misterio y volcar sus pensamientos en la

               cacería de la jornada.
                    El desayuno, frugal, transcurrió sin que nadie entablara conversación. El
               grupo levantó el campamento y partió con rumbo al noroeste, adentrándose
               inexorablemente  en  los  pliegues  de  Mystery  Mountain.  El  sol  extendía  sus

               dedos dorados entre el dosel de hojas y proyectaba un manto atigrado sobre la
               maleza,  los  helechos  gigantes  y  los  troncos  de  los  árboles,  perlados  de
               transpiración.  Las  sombras  se  metamorfoseaban  conforme  se  mecían  las
               hojas,  componiendo  una  coreografía  fluctuante  capaz  de  hipnotizar  a

               cualquiera que se quedara contemplándola fijamente más de la cuenta. Miller
               pestañeó para sacudirse el estupor de encima y siguió caminando hasta que,
               tras coronar un peñasco, encontraron el amplio e irregular cenagal del que les
               hablara Bane la noche anterior. El tipo tenía razón: había huellas de ciervo

               prácticamente  por  todas  partes.  Los  integrantes  de  la  expedición  se




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