Page 84 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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desplegaron en abanico, en parejas, y se apostaron tras los arbustos dispuestos
a esperar.
Miller abatió uno en cuanto vio que entraba en el campo, al límite del
alcance eficaz de su arma, mientras que Stevens, Bane y Ruark hicieron lo
propio con sus objetivos en el centro de la ciénaga. Por desgracia el único
disparo de Horn tan solo lastimó a su presa y esta huyó como una exhalación
bosque adentro, obligándolos a Ma, a Calhoun y a él a perseguirla.
A mediodía sumaban ya tres venados desollados y descuartizados. Los
hombres cargaron las mulas, amarraron las piezas de menor tamaño a sus
mochilas y se prepararon para emprender el camino de vuelta a Slango. Ma,
Horn y Calhoun estaban aún en el bosque, siguiendo la pista del ciervo
herido.
—Maldita sea —dijo Bane, haciendo visera con la mano para
resguardarse los ojos del sol—. A este paso terminaremos caminando a
oscuras. Como esos novatos se entretengan mucho más nos tocará acampar
aquí otra vez esta noche.
—Eso no es nada. Si no hemos vuelto para la puesta de sol, McGrath nos
arrancará la piel a tiras, como que las manzanitas verdes son obra del Señor.
—Stevens descorchó la botella de alcohol y pegó un trago. Tenía el rostro
reluciente de sudor después de tantas horas despellejando y acarreando la
carne de aquí para allá—. Hagamos una cosa. Miller, Ruark y tú agarráis las
mulas y salís pitando para Slango. Bane y yo iremos a buscar a nuestros
extraviados amigos y os daremos alcance por el camino. Pongámonos en
marcha de una vez, ¿eh?
Miller manoteó el aire para espantar las nubes de moscas y mosquitos que
habían empezado a congregarse. El estampido de un rifle resonó atronador a
media distancia. De nuevo tras un prolongado intervalo, y así hasta tres veces.
Una señal de socorro universal. Aquello lo cambiaba todo. Stevens, Bane y
Ruark se apresuraron a soltar la carne y salieron corriendo en la dirección de
la que provenían los disparos. Miller dedicó varios minutos a soltar las
alforjas de las mulas y dejarlas amarradas junto a un abrevadero antes de
partir en pos de sus camaradas. Avanzaba aprisa, agachado para seguir sus
huellas y el rastro de ramas rotas que habían dejado a su paso. Sacó el Enfield
de la funda y acunó el rifle contra su pecho.
Bosque adentro. Dioses, los árboles eran más grandes que nunca allí, a lo
largo de aquella cresta neblinosa que se precipitaba a un hondo abismo de
sombras y bruma. Se internó por un sendero que resultó volverse más
traicionero a cada paso que daba. Desde lo alto caían regueros de agua que
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