Page 101 - La sangre manda
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(y todos los demás) había dado por sentada a lo largo de su vida, se había ido
por el mismo camino que internet.
—Vaya —dijo la niña.
—Será mejor que vuelvas a casa —aconsejó Marty—. Sin farolas, esto
está demasiado oscuro para patinar.
—Oiga, ¿usted cree que todo acabará bien?
Aunque no tenía hijos, había dado clases a chicos durante veinte años y
consideraba que, si bien en cuanto cumplían los dieciséis años había que
decirles la verdad, a menudo una mentira piadosa era lo correcto cuando se
trataba de niñas tan pequeñas como aquella.
—Claro.
—Pero mire —dijo ella, y señaló algo.
Marty siguió su dedo trémulo en dirección a la casa de la esquina de Fern
Lane. En el balcón a oscuras situado sobre un pequeño jardín empezaba a
dibujarse un rostro. Cobraba forma en resplandecientes trazos blancos y
sombras, como ectoplasma en una sesión de espiritismo. Una cara redonda
risueña. Gafas de montura negra. Bolígrafo a punto. Por encima: CHARLES
KRANTZ. Por debajo: ¡39 MAGNÍFICOS AÑOS! ¡GRACIAS, CHUCK!
—Está pasando en todas —susurró la niña.
Era verdad. Chuck Krantz aparecía en las ventanas delanteras de todas las
casas de Fern Lane. Marty se volvió. A su espalda se extendía por la avenida
principal un arco compuesto por rostros de Krantz. Docenas de Chucks, quizá
cientos. Miles, si ese fenómeno se estaba produciendo en toda la ciudad.
—Vete a casa —dijo Marty, ya sin sonreír—. Ve con tus padres, pequeña.
Ahora mismo.
La niña se alejó, con el pelo al viento y los patines resonando en la calle.
Marty se quedó mirando el pantalón rojo hasta que la niña se perdió de vista
entre las sombras, cada vez más densas.
Marty apretó el paso en la misma dirección por la que ella había
desaparecido; el rostro risueño de Charles Krantz, alias Chuck, lo observaba
desde todas las ventanas. Chuck con su camisa blanca y su corbata oscura.
Era como ser observado por una horda de clones de un fantasma. Se alegró de
que no hubiera luna; ¿y si el rostro de Chuck hubiese aparecido en ella? ¿Qué
habría pensado de eso?
A la altura del número 13, renunció a caminar y echó a correr. Llegó al
pequeño bungalow de dos habitaciones de Felicia, subió a toda prisa por el
camino de acceso y llamó a la puerta. Esperó, convencido de pronto de que
ella se hallaba todavía en el hospital, de que quizá tuviera turno doble, pero
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