Page 110 - La sangre manda
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el maletín. No presta atención a la locuaz muchedumbre del final de la
jornada que lo rodea. Se encuentra en Boston para asistir a un congreso de
una semana titulado «La banca en el siglo XXI». Lo ha enviado su banco, el
Midwest Trust, con todos los gastos pagados. Todo un detalle, en particular
porque nunca había visitado la ciudad.
El congreso se celebra en un hotel idóneo para contables, limpio y
bastante barato. A Chuck le han gustado las ponencias y las mesas redondas
(ha participado en una de estas y tiene previsto intervenir en otra antes del
final del congreso, mañana al mediodía), pero no le apetece en absoluto pasar
sus horas libres en compañía de otros setenta contables. Habla su mismo
idioma, pero quiere creer que también habla otros. Al menos, así era antes,
aunque haya perdido parte del vocabulario.
Ahora sus prácticos zapatos Samuel Windsor lo llevan a dar un paseo
vespertino. Una perspectiva no muy apasionante pero bastante agradable.
«Bastante agradable» a día de hoy ya es suficiente. Su vida es más limitada
que la que en otro tiempo anheló, pero lo ha aceptado. Entiende que esa
limitación es el orden natural de las cosas. Llega un momento en que uno se
da cuenta de que nunca será presidente de Estados Unidos y se conforma con
ser presidente de la Cámara Junior. Y hay un lado positivo. Tiene una mujer a
la que es escrupulosamente fiel y un hijo inteligente y alegre en secundaria.
También tiene nueve meses de vida por delante, aunque eso él todavía no lo
sabe. Las semillas de su final —el lugar donde la vida se contrae hasta quedar
reducida a un solo punto— están plantadas a gran profundidad, allí donde no
accederá el bisturí de ningún cirujano, y últimamente han empezado a
despertar. Pronto darán un fruto negro.
A los que pasan por su lado —las universitarias con faldas de colores, los
universitarios con sus gorras de los Red Sox del revés, los estadounidenses de
origen asiático de Chinatown vestidos impecablemente, las señoronas con sus
compras, el veterano de la guerra de Vietnam que sostiene una enorme taza de
loza con una bandera de Estados Unidos y el lema ESTOS COLORES NO SE
CORREN—, Chuck Krantz debe parecerles sin duda la personificación del
blanco americano: la camisa abotonada hasta el cuello y bien remetida,
resuelto a montarse en el dólar. Él es todo eso, sí, la hormiga laboriosa que
avanza por su camino predestinado entre una multitud de cigarras en busca de
placer, pero también es otras cosas. O lo era.
Está pensando en la hermanita. ¿Se llamaba Rachel o Regina? ¿Reba?
¿Renee? No lo recuerda con certeza; solo recuerda que era la hermana menor
del guitarra.
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