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AUTOR Libro
—¿Qué es? —pregunté, perpleja.
No dijo nada. Tomó el CD y se alzó sobre mí para ponerlo en el reproductor que
había en la mesilla de noche. Pulsó el botón de play y esperamos en silencio.
Entonces, empezó a sonar la música.
Escuché con los ojos como platos y sin poder articular palabra. Supe que él
esperaba mi reacción, pero fui incapaz de hablar. Se me llenaron los ojos de lágrimas
y alcé la mano para limpiármelas antes de que empezaran a derramarse.
—¿Te duele el brazo? —me preguntó con ansiedad.
—No, no es mi brazo. Es precioso, Edward. No me podías haber regalado nada
que me gustara más. No puedo creerlo.
Me callé, porque quería seguir escuchando la música. Su música. La había
compuesto él. La primera pista del CD era mi nana.
—Supuse que no me dejarías traer aquí un piano para interpretarla —me
explicó.
—Tienes razón.
—¿Te duele el brazo?
—Está bastante bien —en realidad, comenzaba a arderme debajo del vendaje.
Quería ponerme hielo. Me hubiera gustado colocarlo encima de su fría mano, pero
eso me hubiera delatado.
—Te traeré un Tylenol.
—No necesito nada —protesté, pero me desligó de su regazo y se dirigió a la
puerta.
—Charlie —susurré; él no estaba informado «exactamente» de que Edward se
quedaba a menudo. De hecho, le hubiera dado un infarto de haberlo sabido, pero no
me sentía demasiado culpable por engañarle. No era como si estuviera haciendo algo
que él no quisiera que hiciese. Edward tenía sus reglas...
—No me verá —prometió Edward mientras desaparecía silenciosamente por la
puerta. Volvió a tiempo de sujetarla antes de que el borde llegara a tocar el marco.
Traía una caja de pastillas en una mano y un vaso de agua en la otra.
Tomé las pastillas que me dio sin protestar, ya que sabía que perdería en la
discusión. Además, el brazo me molestaba de veras.
Mi nana continuaba sonando de fondo, dulce y encantadora.
—Es tarde —señaló Edward. Me alzó por encima de la cama con un brazo y con
el otro abrió la cama. Me acostó con la cabeza en la almohada y me arropó bien con el
edredón. Se acostó a mi lado, pero encima de la ropa de cama de modo que no me
quedara congelada y me pasó el brazo por encima.
Apoyé la cabeza en su hombro y suspiré, feliz.
—Gracias otra vez —susurré.
—No hay de qué.
Nos quedamos sin movernos ni hablar durante un buen rato, hasta que la nana
llegó a su fin y comenzó otra canción. Reconocí la favorita de Esme.
—¿En qué estás pensando? —le pregunté con un murmullo.
Dudó un segundo antes de contestarme.
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