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AUTOR                                                                                               Libro
                     —¿Y él se encuentra bien?
                     —Se han marchado una temporada.
                     —¡¿Qué?! ¿Adonde?
                     Edward se encogió de hombros.
                     —A ningún lado en especial.
                     —Y Alice también —dije con una desesperación resignada. Lógico, si Jasper la
               necesitaba, ella se iría con él.
                     —Sí, también se ha ido por un tiempo. Intentaba convencerle de que fueran a
               Denali.
                     Denali era el lugar donde vivía la otra comunidad de vampiros formada por
               gente buena como los Cullen, Tanya y su familia. Había oído hablar de ellos en un
               par de ocasiones. El pasado invierno Edward se había ido con ellos cuando mi
               llegada hizo que Forks le resultara insoportable. Laurent, el miembro más civilizado
               del pequeño aquelarre de James, había preferido irse antes que alinearse con James
               contra los Cullen. Tenía sentido que Alice animara a Jasper a acudir allí.
                     Tragué   para   deshacer   el   repentino   nudo   que   se   me   había   formado   en   la
               garganta. Incliné la cabeza y la espalda, abrumada por la culpa. Había conseguido
               que se tuvieran que ir de casa, igual que Rosalie y Emmett. Era una plaga.
                     —¿Te molesta el brazo? —me preguntó solícito.
                     —¿A quién le importa mi estúpido brazo? —murmuré disgustada.
                     No contestó y yo dejé caer la cabeza sobre la mesa.
                     Al final del día, el silencio había convertido la situación en algo ridículo. Yo no
               quería ser quien lo rompiera, pero aparentemente no habría más remedio si quería

               que él volviera a hablarme otra vez.
                     —¿Vendrás   luego,   por   la   noche?   —le   pregunté   mientras   caminábamos,   en
               silencio, hasta mi coche. Él siempre venía.
                     —¿Por la noche?
                     Me agradó que pareciera sorprendido.
                     —Tengo que trabajar. Cambié mi turno con la señora Newton para poder librar
               ayer.
                     —Ah —murmuró él.
                     —Vendrás luego, cuando esté en casa, ¿no? —odiaba sentirme repentinamente
               insegura de su respuesta.
                     —Si quieres que vaya...
                     —Siempre   quiero   que   vengas   —le   recordé,   con   quizás   un   poco   más   de
               intensidad de lo que requería la conversación.
                     Esperaba que él se riera, sonriera o reaccionara de algún modo a mis palabras,
               pero me contestó con indiferencia:
                     —De acuerdo, está bien.
                     Me besó en la frente otra vez antes de cerrar la puerta. Entonces, se volvió y
               anduvo a grandes pasos hasta su coche con su elegancia habitual.
                     Conseguí salir del aparcamiento antes de que el pánico me dominara, y estaba
               ya hiperventilando cuando llegué al local de los Newton.




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