Page 68 - Manolito Gafotas
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montarse en el autocar y me dijo que por esta vez me libraba por los pelos de la
silla eléctrica y que me fuera cuanto más lejos mejor.
Me volví a mi casa solo con el perdigón del señor Solís en la gafa derecha,
porque hay momentos en la vida en los que uno no está ni para limpiarse un
perdigón. Aquella tarde no quise merendar, y casi no cené. Mi madre decía:
—A éste le pasa algo.
Así que tuve que disimular porque no quería que mi madre se enterara de que
su hijo era mucho peor de lo que ella imaginaba.
Por la noche soñé que el señor Solís y yo estábamos muertos en dos cajas,
uno al lado de otro. No me molestaba estar en aquel ataúd; lo que sí que me
molestaba era que nadie se había preocupado de limpiarme el famoso perdigón
del señor Solís, y no podía ver quién había asistido a mi entierro.
Me desperté sudando, como se despiertan los protagonistas de las películas, y
desperté a mi abuelo para contarle lo que me había pasado. Mi abuelo me dijo
que yo no tenía que hacer siempre lo que me decían mis amigos, y que ser
valiente no era hacer lo que quisieran los más chulitos, y que si Yihad y la Susana
fueran tan valientes como dicen, se hubieran quedado a defender a un amigo.
O sea, que mi abuelo le daba la razón al señor Solís. Era la primera vez en mi
vida que mi abuelo se ponía de parte del otro bando, así que me puse a llorar,
porque la verdad es que me sentía bastante solo en el planeta Tierra. Entonces mi
abuelo me dijo que como estaba seguro de que no iba a hacer más una tontería
tan grande, a partir de ahora jamás nos acordaríamos de eso y que, al fin y al
cabo, todo el mundo se equivoca, sobre todo el que tiene boca, y que a dormir.
Así que como te dije al principio, el Orejones y yo íbamos por el camino a los
pocos días de aquella terrible historia jugando a las palabras encadenadas. Él
decía:
—Chapa.
—Pato —seguía yo.
Como verás, es un juego bastante menos peligroso que los que les gustan a la
Susana y a Yihad. Lo único que tiene de malo es que al final siempre quedamos
empate porque uno dice:
—Monja.
—Jamón —sigue el otro.
—Monja.
—¡Jamón!
Y así, hasta el final de los tiempos o hasta que nos despedimos y cada uno se
va por su lado, porque ya estamos hartos el uno del otro.