Page 97 - Manolito Gafotas
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atravesamos con su palillo de dientes y todo; la verdad es que daba el pego, pero
mi abuelo sospechó que no se trataba de una aceituna como las demás cuando
vio que a la aceituna se le movían las patas. Bueno, al fin y al cabo las
cucarachas son tan típicas en el Tropezón como las aceitunas.
En la sala de espera de la Seguridad Social lo pasamos bestial. Es fantástico ir
al médico cuando es a otro al que tienen que mirar. Patinábamos por los pasillos,
bailábamos la peonza, jugábamos al churro-mediamanga y cuando queríamos
reírnos como animales le preguntábamos al Imbécil:
—¿Cómo le vas a decir al médico que te suenas los mocos?
Y el Imbécil entraba en estado de concentración y luego se los metía para
adentro. Mis amigos se partían el pecho de ver al Imbécil hacer su tontería
mayor y el Imbécil se emocionó de ser el centro de la reunión, y de tanto
echarse los mocos para dentro se puso rojo rojísimo que por poco se queda en el
sitio por payaso. Luego pasamos todos juntos a la consulta del doctor Morales,
que es el médico de todos mis amigos y cura prácticamente todas las
enfermedades y además, según dicen las madres, está como un tren y es un
cachondo. El doctor Morales es un médico de serie de televisión, en eso está de
acuerdo todo Carabanchel. Nos subimos todos a la camilla con el Imbécil; todo
parecía ir muy bien hasta que Yihad empezó a querer tirarnos camilla abajo;
entonces el simpático doctor Morales, ese doctor de serie de televisión, nos dijo
que si no teníamos nada que hacer en nuestra casa. El Orejones, que le ha tocado
el papel en esta vida de meter la pata, dijo:
—Sí, tenemos que celebrar el cumpleaños de…
No pudo terminar su frase asesina porque se encontró con que cuatro codos
se le habían metido en la boca. Eran los nuestros.
El caso es que el diagnóstico del médico nos tranquilizó mucho: los mocos del
Imbécil no eran graves, eran asquerosos. De repente me di cuenta de que ya
eran las seis y cuarto, cogimos todos a mi abuelo tirándole del chaquetón y lo
llevamos casi corriendo hasta mi casa. De vez en cuando nos daba la risa
nerviosa, porque la emoción de llevar a un abuelo a un cumpleaños sorpresa sólo
se puede comparar a las cataratas del Niágara o al cañón del Colorado; lo demás
en la vida no es tan emocionante.
Cuando llamamos al telefonillo de mi casa, salió la voz de mi madre diciendo:
—Manolito, dile al abuelo que se acerque al Tropezón a traer una botella de
casera para la cena.
Mi abuelo, que lo estaba oyendo, se dio media vuelta para ir al Tropezón; a él
le encanta que mi madre le mande al bar a por alguna cosa que se le ha olvidado.
Lo que ocurre es que luego a él se le olvida despegarse de la barra para volver a
casa.
Subí con mis amigos a casa. Mi madre abrió la puerta y se nos quedó
mirando: