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tengo la seguridad de que hubiera perdido el
interés por Agrippa. Probablemente, sensibili-
zada como tenía la imaginación, me hubiera
dedicado a la química, teoría más racional y
producto de descubrimientos modernos. Es
incluso posible que mi pensamiento no hubiera
recibido el impulso fatal que me llevó a la rui-
na. Pero la indiferente ojeada de mi padre al
volumen que leía en modo alguno me indicó
que él estuviera familiarizado con el contenido
del mismo, y proseguí mi lectura con mayor
avidez.
Mi primera preocupación al regresar a casa
fue hacerme con la obra completa de este autor
y, después, con la de Paracelso y Alberto Mag-
no. Leí y estudié con gusto las locas fantasías de
estos escritores. Me parecían tesoros que, salvo
yo, pocos conocían. Aunque a menudo hubiera
querido comunicarle a mi padre estas secretas
reservas de mi sabiduría, me lo impedía su im-
precisa desaprobación de mi querido Agrippa.
Por tanto, y bajo promesa de absoluto secreto,