Page 128 - Amor en tiempor de Colera
P. 128
canal del puerto. Florentino Ariza solía alquilar una victoria después de una jornada dura
en la oficina, pero no le plegaba la capota como era la costumbre en los meses de calor,
sino que permanecía escondido en el fondo del asiento, invisible en la sombra, siempre
solo, y ordenando rumbos imprevistos para no alborotar los malos pensamientos del
cochero. Lo único que en realidad le interesaba del paseo era el partenón de mármol
rosado medio oculto entre matas de plátano y mangos frondosos, réplica sin fortuna de
las mansiones idílicas de los algodonales de Luisiana. Los hijos de Fermina Daza volvían a
casa poco antes de las cinco. Florentino Ariza los veía llegar en el coche de la familia, y
veía salir después al doctor juvenal Urbino para sus visitas médicas de rutina, pero en
casi un año de rondas no pudo ver ni siquiera el celaje que anhelaba.
Una tarde en que insistió en el paseo solitario a pesar de que estaba cayendo el
primer aguacero devastador de junio, el caballo resbaló en el fango y se fue de bruces.
Florentino Ariza se dio cuenta con horror de que estaban justo frente a la quinta de
Fermina Daza, y le hizo una súplica al cochero, sin pensar que su consternación podía
delatarlo.
-Aquí no, por favor -le gritó---. En cualquier parte menos aquí.
Ofuscado por el apremio, el cochero trató de levantar el caballo sin
desengancharlo, y el eje del coche se rompió. Florentino Ariza salió como pudo, y soportó
la vergüenza bajo el rigor de la lluvia hasta que otros paseantes se ofrecieron para
llevarlo a su casa. Mientras esperaba, una criada de la familia Urbino lo había visto con la
ropa ensopada y chapaleando en el fango hasta las rodillas, y le llevó un paraguas para
que se guareciera en la terraza. Florentino Ariza no había soñado con tanta fortuna en el
más desaforado de sus delirios, pero aquella tarde hubiera preferido morir a dejarse ver
por Fermina Daza en semejante estado.
Cuando vivían en la ciudad vieja, Juvenal Urbino y su familia iban los domingos a
pie desde su casa hasta la catedral, a la misa de ocho, que era más un acto mundano
que religioso. Más tarde, cuando cambiaron de casa, siguieron yendo en el coche durante
varios años, y a veces se demoraban en tertulias de amigos bajo las palmeras del
parque. Pero cuando construyeron el templo del seminario conciliar en La Manga, con
playa privada y cementerio propio, ya no volvieron a la catedral sino en ocasiones muy
solemnes. Ignorante de estos cambios, Florentino Ariza esperó varios domingos en la
terraza del Café de la Parroquia, vigilando la salida de las tres misas. Luego cayó en la
cuenta de su error y fue a la iglesia nueva, que estuvo de moda hasta hace pocos años, y
allí encontró al doctor Juvenal Urbino con sus hijos, puntuales a las ocho en los cuatro
domingos de agosto, pero Fermina Daza no estuvo con ellos. Uno de esos domingos
visitó el nuevo cementerio contiguo, donde los residentes del barrio de La Manga estaban
construyendo sus panteones suntuosos, y el corazón le dio un salto cuando encontró a la
sombra de las grandes ceibas el más suntuoso de todos, ya terminado, con vitrales
góticos y ángeles de mármol, y con las lápidas doradas para toda la familia en letras
doradas. Entre ellas, desde luego, la de doña Fermina Daza de Urbino de la Calle, y a
continuación la del esposo, con un epitafio común: juntos tambíén en la paz del Señor.
En el resto del año, Fermina Daza no asistió a ninguno de los actos cívicos ni
sociales, ni siquiera los de Navidad, en los cuales ella y su marido solían ser
protagonistas de lujo. Pero donde más se notó su ausencia fue en la sesión inaugural de
la temporada de ópera. En el intermedio, Florentino Ariza sorprendió un grupo en el que
sin duda hablaban de ella sin mencionarla. Decían que alguien la vio subir una
medianoche del junio anterior en el transatlántico de la Cunard, rumbo a Panamá, y que
llevaba un velo oscuro para que no se le notaran los estragos de la enfermedad
vergonzosa que la iba consumiendo. Alguien preguntó qué mal tan terrible podía ser para
atreverse con una mujer de tantos poderes, y la respuesta que recibió estaba saturada
de una bilis negra:
-Una dama tan distinguida no puede tener sino la tisis.
128 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera