Page 126 - Amor en tiempor de Colera
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-Recuerdo muy bien ese viaje, y fue exacto -le dijo él-, pero sucedió por lo menos
                    cinco años antes que tú nacieras.
                          Los miembros de la expedición en globo regresaron tres días después al puerto de
                    origen,  estragados  por una  mala  noche de tormenta,  y fueron recibidos como héroes.
                    Perdido en la muchedumbre, desde luego, estaba Florentino Ariza, quien reconoció en el
                    semblante de Fermina Daza las huellas del pavor. Sin embargo, esa misma tarde volvió a
                    verla en una exhibición de ciclismo, también patrocinada por el esposo, y no le quedaba
                    ningún vestigio de cansancio. Manejaba un velocípedo insólito que más bien parecía un
                    aparato  de circo,  con una rueda  delantera  muy alta sobre la cual  iba  sentada,  y una
                    posterior  muy pequeña que  apenas le servía  de  apoyo. Iba  vestida  con unos calzones
                    bombachos de cenefas coloradas que provocaron el escándalo de las señoras mayores y
                    el desconcierto de los caballeros, pero nadie fue indiferente a su destreza.
                          Esa, y tantas otras a lo largo de tantos años, eran imágenes efímeras que se le
                    aparecían  de  pronto a  Florentino  Ariza,  cuando  le daba la  gana al azar, y volvían a
                    desaparecer del mismo  modo dejando  en su corazón  una trilla  de ansiedad. Pero
                    marcaban la pauta de su vida, pues él había conocido la sevicia del tiempo no tanto en
                    carne propia como en los cambios imperceptibles que notaba en Fermina Daza cada vez
                    que la veía. Cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de
                    alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a
                    comer sus meriendas de pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en el gran espejo del
                    fondo, sentada a la mesa con el marido y dos  parejas más, y en un ángulo en  que él
                    podía  verla reflejada en  todo su esplendor. Estaba indefensa, conduciendo la
                    conversación con  una  gracia y una  risa que  estallaban  como fuegos  de  artificio, y su
                    belleza  era más radiante bajo las enormes arañas de lágrimas:  Alicia había  vuelto  a
                    atravesar el espejo.
                          Florentino Ariza la observó a su gusto con el aliento en vilo, la vio comer, la vio
                    probar apenas el vino, la vio bromear con el cuarto don Sancho de la estirpe, vivió con
                    ella un instante de su vida desde su mesa solitaria, y durante más de una hora se paseó
                    sin ser visto en el recinto vedado de su intimidad. Luego se tomó cuatro tazas más de
                    café para hacer tiempo, hasta que la vio salir confundida con el grupo. Pasaron tan cerca,
                    que  él distinguió el olor de  ella  entre las ráfagas de otros perfumes de sus
                    acompañantes.
                          Desde esa noche, y durante casi un año, mantuvo un asedio tenaz al propietario
                    del mesón, ofreciéndole lo que quisiera, en dinero o en favores, en lo que más hubiera
                    ansiado en la vida, para que le vendiera el espejo. No fue fácil, pues el viejo don Sancho
                    creía en la leyenda de que aquel precioso marco tallado por  ebanistas  vieneses  era
                    gemelo de otro que perteneció a  María Antonieta, y que  había desaparecido sin  dejar
                    rastros: dos joyas únicas. Cuando por fin cedió, Florentino Ariza colgó el espejo en la sala
                    de su casa, no por los primores del marco, sino por el espacio interior, que había sido
                    ocupado durante dos horas por la imagen amada.
                          Casi siempre que vio a Fermina Daza, iba del brazo de su esposo, en un concierto
                    perfecto, moviéndose ambos dentro de un ámbito propio, con una asombrosa fluidez de
                    siameses  que sólo discordaba  cuando  lo saludaban a  él. En efecto,  el doctor juvenal
                    Urbino le estrechaba la mano con un afecto cálido, y hasta se permitía en ocasiones una
                    palmada en el hombro. Ella, en cambio, lo mantenía condenado al régimen impersonal de
                    los formalismos,  y nunca hizo un gesto  mínimo  que le permitiera sospechar que  lo
                    recordaba  desde sus  tiempos de soltera. Vivían  en dos  mundos divergentes, pero
                    mientras él hacía toda clase de esfuerzos por reducir la distancia, ella no dio un solo paso
                    que  no fuera en sentido contrario. Pasó  mucho  tiempo antes de  que  él se  atreviera  a
                    pensar que aquella indiferencia no era más que una coraza contra el miedo. Se le ocurrió
                    de pronto, en  el bautizo  del primer  buque de agua  dulce  construido  en los  astilleros
                    locales, que fue también la primera ocasión oficial en que Florentino Ariza representó al
                    tío León XII como primer vicepresidente de la C.F.C. Esta coincidencia revistió el acto de
                    una solemnidad especial, y no faltó nadie que tuviera alguna significación en la vida de la
                    ciudad.
                    126  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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