Page 125 - Amor en tiempor de Colera
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-En mi opinión -dijo- el siglo xix cambia para todo el mundo, menos para
nosotros.
Perdido entre la cándida muchedumbre que cantaba el Himno Nacional mientras el
globo ganaba altura,- Florentino Ariza se sintió de acuerdo con alguien a quien le oyó
comentar en el tumulto que aquélla no era una aventura propia de una mujer, y menos a
la edad de Fermina Daza. Pero no fue tan peligrosa, después de todo. O al menos no tan
peligrosa como depresiva. El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un
viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento
plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el
vasto piélago de la Ciénaga Grande.
Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica
ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores
por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y
tropelías de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas intactas, la maleza de las
calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares
de oro con sus virreyes podridos de peste dentro de las armaduras.
Volaron sobre los palafitos de las Trojas de Cataca, pintados de colores de locos,
con tambos para criar iguanas de comer, y colgajos de balsaminas y astromelias en los
jardines lacustres. Cientos de niños desnudos se lanzaban al agua alborotados por la
gritería de todos, se tiraban por las ventanas, se tiraban desde los techos de las casas y
desde las canoas que conducían con una habilidad asombrosa, y se zambullían como
sábalos para rescatar los bultos de ropa, los frascos de tabonucos para la tos, las
comidas de beneficencia que la hermosa mujer del sombrero de plumas les arrojaba
desde la barquilla del globo.
Volaron sobre el océano de sombras de los plantíos de banano, cuyo silencio se
elevaba hasta ellos como un vapor letal, y Fermina Daza se acordó de ella misma a los
tres años, a los cuatro quizás, paseando por la floresta sombría de la mano de su madre,
que también era casi una niña en medio de otras mujeres vestidas de muselina, igual
que ella, con sombrillas blancas y sombreros de gasa. El ingeniero del globo, que iba
observando el mundo con un catalejo, dijo: “Parecen muertos”. Le pasó el catalejo al
doctor Juvenal Urbino, y éste vio las carretas de bueyes entre los sembrados, las
guardarrayas de la línea del tren, las acequias heladas, y dondequiera que fijó sus ojos
encontró cuerpos humanos esparcidos. Alguien dijo saber que el cólera estaba haciendo
estragos en los pueblos de la Ciénaga Grande. El doctor Urbino, mientras hablaba, no
dejó de mirar por el catalejo.
-Pues debe ser una modalidad muy especial del cólera -dijo-, porque cada muerto
tiene su tiro de gracia en la nuca.
Poco después volaron sobre un mar de espumas, y descendieron sin novedad en
un playón ardiente, cuyo suelo agrietado de salitre quemaba como fuego vivo. Allí
estaban las autoridades sin más protección contra el sol que los paraguas de diario,
estaban las escuelas primarias agitando banderitas al compás de los himnos, las reinas
de la belleza con flores achicharradas y coronas de cartón de oro, y la papayera de la
próspera población de Gayra, que era por aquellos tiempos la mejor de la costa caribe.
Lo único que quería Fermina Daza era ver otra vez su pueblo natal, para confrontarlo con
sus recuerdos más antiguos, pero no se lo permitieron a nadie por los riesgos de la
peste. El doctor Juvenal Urbino entregó la carta histórica, que luego se traspapeló y
nunca más se supo de ella, y la comitiva en pleno estuvo a punto de asfixiarse en el
sopor de los discursos. Al final los llevaron en mulas hasta el embarcadero de Pueblo
Viejo, donde la ciénaga se juntaba con el mar, porque el ingeniero no consiguió que el
globo volviera a elevarse. Fermina Daza estaba segura de haber pasado por ahí con su
madre, muy niña, en una carreta tirada por una yunta de bueyes. Ya siendo mayor se lo
había contado varias veces a su padre, y él murió empecinado en que no era posible que
ella lo recordara.
Gabriel García Márquez 125
El amor en los tiempos del cólera