Page 127 - Amor en tiempor de Colera
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Florentino Ariza estaba  ocupándose de  sus invitados en el  salón principal  del
                    buque, todavía oloroso  a pintura reciente y alquitrán  derretido, cuando  una  salva de
                    aplausos estalló en los muelles y la banda atacó una marcha triunfal. Tuvo que reprimir
                    el estremecimiento ya casi tan antiguo como él mismo cuando vio a la hermosa mujer de
                    sus sueños del brazo del esposo, espléndida en su madurez, desfilando como una reina
                    de otro tiempo por entre la guardia de honor en uniforme de parada, bajo una tormenta
                    de  serpentinas y  pétalos naturales que le  arrojaban  desde  las ventanas. Ambos
                    respondían con la mano a las ovaciones, pero ella era tan deslumbrante que parecía ser
                    la única  en medio de la  muchedumbre,  vestida  toda de  un dorado  imperial, desde  las
                    zapatillas  de tacones altos y  las colas de  zorros en el cuello, hasta el sombrero de
                    campana.
                          Florentino Ariza los esperó en el puente, junto con las autoridades provinciales, en
                    medio del estruendo de la música y los cohetes y los tres bramidos densos del buque que
                    dejaron el muelle empapado de vapor. Juvenal Urbino saludó a la fila de recepción con
                    aquella naturalidad tan suya que hacía pensar a cada uno que le tenía un afecto especial:
                    primero el capitán  del  buque en uniforme  de  gala,  después el arzobispo,  después el
                    gobernador con su esposa y el alcalde con la suya, y después el jefe militar de la plaza,
                    que  era un andino recién Regado.  A continuación de  las autoridades estaba Florentino
                    Ariza, vestido de paño oscuro, casi invisible entre tantos notables. Luego de saludar al
                    comandante de la  plaza, Fermina pareció  vacilar  ante  la mano tendida de  Florentino
                    Ariza. El militar, dispuesto a presentarlos, le preguntó a ella si no se conocían. Ella no
                    dijo ni que sí ni que no, sino que le tendió la mano a Florentino Ariza con una sonrisa de
                    salón. Aquello había ocurrido en dos ocasiones del pasado, y había de ocurrir otras veces,
                    y Florentino Ariza lo asimiló  siempre  como  un  comportamiento propio del carácter de
                    Fermina Daza. Pero aquella tarde se preguntó con su infinita capacidad de ilusión si una
                    indiferencia tan encarnizada no sería un subterfugio para disimular un tormento de amor.
                          La sola idea le alborotó las querencias. Volvió a rondar la quinta de Fermina Daza
                    con las  mismas  ansias  con que lo hacía tantos años antes  en  el  parquecito  de Los
                    Evangelios, pero no con la intención calculada de que ella lo viera, sino con la única de
                    verla  para  saber que  continuaba  en  el  mundo. Sólo que entonces le era difícil  pasar
                    inadvertido. El barrio  de La Manga  estaba  en  una isla semidesértica, separada de la
                    ciudad histórica por  un  canal  de aguas verdes, y  cubierta por  matorrales  de  icaco que
                    habían sido guaridas de enamorados dominicales durante la Colonia. En años recientes
                    habían demolido  el  viejo puente de piedra de los  españoles,  y  construyeron uno de
                    material con globos de luces, para dar paso a los nuevos tranvías de mulas. Al principio,
                    los habitantes de La Manga tenían que soportar un suplicio que no se tuvo en cuenta en
                    el proyecto, y era dormir tan cerca de la primera planta eléctrica que tuvo la ciudad, cuya
                    trepidación  era un  temblor de tierra continuo. Ni  el doctor Juvenal  Urbino con  todo su
                    poder había logrado que la mudaran para donde no estorbara, hasta que intercedió en
                    favor suyo su  comprobada complicidad  con  la Divina Providencia.  Una noche  estalló la
                    caldera de la planta con una explosión pavorosa, voló por encima de las casas nuevas,
                    atravesó media ciudad por los aires y desbarató la galería mayor del antiguo convento de
                    San Julián el Hospitalario. El viejo edificio en ruinas había sido abandonado a principios
                    de aquel año, pero la caldera les causó la muerte a cuatro presos que se habían fugado a
                    prima noche de la cárcel local y estaban escondidos en la capilla.
                          Aquel suburbio  apacible, con tan  bellas tradiciones  de  amor, no fue  en  cambio
                    muy  propicio para  los  amores contrariados cuando se  convirtió en  barrio de  lujo. Las
                    calles eran polvorientas en verano, pantanosas en invierno y desoladas durante todo el
                    año, y las casas  escasas estaban escondidas entre  jardines  frondosos,  con terrazas  de
                    mosaicos  en vez  de  los balcones volados  de antaño, como hechas a  propósito  para
                    desalentar a  los enamorados  furtivos. Menos mal que en aquella época se  impuso la
                    moda de pasear por las tardes en las viejas victorias de alquiler arregladas para un solo
                    caballo, y el recorrido terminaba en una  eminencia desde donde se  apreciaban los
                    crepúsculos desgarrados de  octubre  mejor  que  desde  la torre del faro,  y se veían los
                    tiburones sigilosos  acechando  la  playa de los seminaristas, y  el transatlántico de los
                    jueves, inmenso y blanco, que casi podía tocarse con las manos cuando pasaba por el
                                                                              Gabriel García Márquez  127
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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