Page 122 - Amor en tiempor de Colera
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una hija tan parecida a ella cuando tenía su edad, que a veces la perturbaba la impresión
de sentirse repetida. Había vuelto tres veces a Europa después del viaje desgraciado que
había previsto para no volver jamás por no vivir en el espanto perpetuo.
Dios debió escuchar por fin las oraciones de alguien: a los dos años de estancia en
París, cuando Fermina Daza y Juvenal Urbino empezaban apenas a buscar lo que quedara
del amor entre los escombros, un telegrama de media noche los despertó con la noticia
de que doña Blanca de Urbino estaba enferma de gravedad, y fue casi alcanzado por otro
con la noticia de la muerte. Regresaron de inmediato. Fermina Daza desembarcó con una
túnica de luto cuya amplitud no alcanzaba a disimular su estado. Estaba encinta otra vez,
en efecto, y la noticia dio origen a una canción popular más maliciosa que maligna, cuyo
estribillo estuvo de moda el resto del año: Qué será lo que tiene la bella en Pans, que
siempre que va regresa a parir. A pesar de la ordinariez de la letra, el doctor Juvenal
Urbino la ordenaba hasta muchos años después en las fiestas del Club Social como una
prueba de su buen talante.
El noble palacio del Marqués de Casalduero, de cuya existencia y blasones no se
encontró nunca una noticia cierta, fue vendido primero a la Tesorería Municipal por un
precio adecuado, y más tarde revendido por una fortuna al gobierno central, cuando un
investigador holandés estuvo haciendo excavaciones para probar que allí estaba la tumba
verdadera de Cristóbal Colón: la quinta. Las hermanas del doctor Urbino se fueron a vivir
en el convento de las Salesianas, en reclusión sin votos, y Fermina Daza permaneció en
la antigua casa de su padre hasta que estuvo terminada la quinta de La Manga. Entró en
ella pisando firme, entró a mandar, con los muebles ingleses traídos desde el viaje de
bodas y los complementarios que hizo venir después del viaje de reconciliación, y desde
el primer día empezó a llenarla de toda clase de animales exóticos que ella misma iba a
comprar en las goletas de las Antillas. Entró con el esposo recuperado, con el hijo bien
criado, con la hija que nació a los cuatro meses del regreso y a la cual bautizaron con el
nombre de Ofelia. El doctor Urbino, por su parte, entendió que era imposible recuperar a
la es~ posa de un modo tan completo como la tuvo en el viaje de bodas, porque la parte
de amor que él quería era la que ella le había dado a los hijos con lo mejor de su tiempo,
pero aprendió a vivir y a ser feliz con los residuos. La armonía tan anhelada culminó por
donde menos lo esperaban en una cena de gala en que sirvieron un plato delicioso que
Fermina Daza no logró identificar. Empezó con una buena ración, pero le gustó tanto que
repitió con otra igual, y estaba lamentando no servirse la tercera por remilgos de
urbanidad, cuando se enteró de que acababa de comerse con un placer insospechado dos
platos rebosantes de puré de berenjena. Perdió con galanura: a partir de entonces, en la
quinta de La Manga se sirvieron berenjenas en todas sus formas casi con tanta
frecuencia como en el Palacio de Casalduero, y eran tan apetecidas por todos que el
doctor Juvenal Urbino alegraba los ratos libres de la vejez repitiendo que quería tener
otra hija para ponerle el nombre bien amado en la casa: Berenjena Urbino.
Fermina Daza sabía entonces que la vida privada, al contrario de la vida pública,
era tornadiza e imprevisible. No le era fácil establecer diferencias reales entre los niños y
los adultos, pero en último análisis prefería a los niños, porque tenían criterios más
ciertos. Apenas doblado el cabo de la madurez, desprovista por fin de cualquier
espejismo, empezó a vislumbrar el desencanto de no haber sido nunca lo que soñaba ser
cuando era joven, en el parque de Los Evangelios, sino algo que nunca se atrevió a
decirse ni siquiera a sí misma: una sirvienta de lujo. En sociedad terminó por ser la más
amada, la más complacida, y por lo mismo la más temida, pero en nada se le exigía con
más rigor ni se le perdonaba menos que en el gobierno de la casa. Siempre se sintió
viviendo una vida prestada por el esposo: soberana absoluta de un vasto imperio de
felicidad edificado por él y sólo para él. Sabía que él la amaba más allá de todo, más que
a nadie en el mundo, pero sólo para él: a su santo servicio.
Si algo la mortificaba era la cadena perpetua de las comidas diarias. Pues no sólo
tenían que estar a tiempo: tenían que ser perfectas, y tenían que ser justo lo que él
quería comer sin preguntárselo. Si ella lo hacía alguna vez, como una de las tantas
122 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera