Page 119 - Amor en tiempor de Colera
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Martínez”. Esta identidad, usurpada al personaje de un cuento para niños, era la única
                    que la dejaba conforme. Seguía meciéndose, abanicándose con el ramillete de grandes
                    plumas rosadas, hasta que volvía a empezar de nuevo: la corona de flores de papel, el
                    almizcle en los párpados, el carmín en los labios, la costra de albayalde en la cara. Y otra
                    vez la pregunta a quien estuviera cerca: “¿Cómo quedé?”. Cuando se convirtió en la reina
                    de burlas del vecindario, Florentino Ariza hizo desmontar en una noche el mostrador y los
                    armarios de gavetas de la antigua mercería, clausuró la puerta de la calle, arregló el local
                    como le había oído a ella describir el dormitorio de Cucarachita Martínez, y nunca más
                    volvió a preguntar quién era.
                          Por sugerencia del tío León XII había buscado una mujer mayor que se ocupara de
                    ella,  pero la  pobre  andaba  siempre más dormida que despierta, y a  veces daba la
                    impresión de que también ella se olvidaba de quién era. De modo que Florentino Ariza se
                    quedaba en casa desde que salía de la oficina hasta que lograba dormir a la madre. No
                    volvió a jugar dominó en el Club del Comercio, ni volvió a ver en mucho tiempo las pocas
                    amigas  antiguas  que  había seguido frecuentando, pues algo  muy profundo había
                    cambiado en su corazón después de su encuentro de horror con Olimpia Zuleta.

                          Había sido fulminante. Florentino Ariza acababa de llevar al tío León XII hasta su
                    casa, en  medio de  una de  aquellas  tormentas  de octubre que  nos dejaban  en
                    convalecencia, cuando vio desde el coche una muchacha menuda, muy ágil, con un traje
                    lleno de volantes de organza que más bien parecía un vestido de novia. La vio corriendo
                    azorada de un lado para otro, porque el viento le había arrebatado la sombrilla y se la
                    había llevado volando por el mar. Él la rescató en el coche y se desvió de su camino para
                    llevarla hasta su casa, una antigua ermita adaptada para vivir frente al mar abierto, cuyo
                    patio lleno de casitas de palomas se veía desde la calle. Ella le contó en el camino que se
                    había casado hacía menos de un año con un cacharrero del mercado que Florentino Ariza
                    había  visto muchas  veces  en los buques  de  su empresa, desembarcando cajones con
                    toda clase de  cherembecos para vender, y con un mundo  de palomas en una jaula de
                    mimbre como la que usaban las madres en los buques fluviales para llevar a los niños
                    recién nacidos. Olimpia Zuleta parecía ser de la familia de las avispas, no  sólo por las
                    ancas alzadas y el busto exiguo, sino por toda ella:,el cabello de alambre de cobre, las
                    pecas de sol, los ojos redondos y vivos más separados de lo normal, y una voz afinada
                    que  sólo usaba para decir cosas inteligentes y  divertidas.  A Florentino Ariza le pareció
                    mas graciosa que atractiva y la olvidó tan pronto como la dejó en su casa, donde vivía
                    con el marido, y con el padre de éste y otros miembros de la familia.
                          Unos días después, volvió a ver al marido en el puerto, embarcando mercancía en
                    vez de desembarcarla,  y cuando  el buque zarpó, Florentino Ariza  oyó  muy clara  en  el
                    oído la voz del diablo. Esa tarde, después de acompañar al tío León XII, pasó como por
                    casualidad por la casa de Olimpia Zuleta, y  la vio por encima de la cerca dándoles de
                    comer a las palomas  alborotadas. Le  gritó  desde el  coche por encima  de  la cerca:
                    “¿Cuánto cuesta una  paloma?”.  Ella lo reconoció  y  le  contestó con voz  alegre: “No se
                    venden”. Él le preguntó:  “¿Entonces  cómo  se  hace  para  tener una?”. Sin dejar  de
                    echarles comida a las palomas, ella le contestó: “Se lleva en coche a la palomera cuando
                    se la encuentra perdida en el aguacero”. Así que Florentino Ariza llegó a su casa aquella
                    noche con un regalo de gratitud de Olimpia Zuleta: una paloma mensajera con un anillo
                    de metal en la canilla.

                          La tarde siguiente, a la misma hora de la comida, la bella palomera vio la paloma
                    regalada de regreso en el palomar, y pensó que se había escapado. Pero cuando la cogió
                    para  examinarla se dio  cuenta  de  que tenía  un papelito enrollado en el  anillo:  una
                    declaración de amor. Era la primera vez que Florentino Ariza dejaba una huella escrita, y
                    no sería la última, aunque en esta ocasión había tenido la prudencia de no firmar. Iba
                    entrando en su casa la tarde siguiente, miércoles, cuando un niño de la calle le entregó la
                    misma paloma dentro de una jaula, con el recado de memoria de que aquí le manda esto
                    la señora de las palomas, y le manda a decir que por favor la guarde bien en la jaula
                    cerrada porque si no se le vuelve a volar y esta es la última vez que se la devuelve. No
                    supo  cómo interpretarlo: o bien  la  paloma había perdido  la  carta  en el  camino, o la

                                                                              Gabriel García Márquez  119
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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