Page 115 - Amor en tiempor de Colera
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alegría  de vivir  infundía en  otro  tiempo el  deseo de estar vivos hasta  en  los más in-
                    crédulos. Era cierto:  aquella  mujer hermosa, inteligente, de  una  sensibilidad humana
                    nada común en su medio, había sido durante casi cuarenta años el alma y el cuerpo de
                    su paraíso social. La viudez la había amargado hasta el punto de no creerse que fuera la
                    misma, y la había vuelto fofa y agria, y enemiga del mundo. La única explicación posible
                    de su degradación era el rencor de que el esposo se hubiera sacrificado a conciencia por
                    una montonera de negros, como ella decía, cuando el único sacrificio justo hubiera sido
                    el de sobrevivir para ella. En todo  caso,  el matrimonio feliz de  Fermina  Daza había
                    durado lo que el viaje de bodas, y el único que podía ayudarla a impedir el naufragio final
                    estaba paralizado de terror ante la potestad de la madre. Era a él, y no a las cuñadas
                    imbéciles y a la suegra medio loca, a quien Fermina Daza atribuía la culpa de la trampa
                    de muerte en  que  estaba atrapada.  Demasiado tarde  sospechaba  que detrás  de  su
                    autoridad profesional  y su fascinación mundana, el  hombre con quien se había casado
                    era un débil  sin redención: un pobre diablo envalentonado por el peso  social de sus
                    apellidos.
                          Se refugió en el hijo recién nacido. Ella lo había sentido salir de su cuerpo con el
                    alivio de liberarse de algo que no era suyo, y había sufrido el espanto de sí misma al
                    comprobar que no sentía el menor afecto por aquel ternero de vientre que la padrona le
                    mostró en carne viva, sucio de sebo y de sangre, y con la tripa umbilical enrollada en el
                    cuello. Pero en la soledad  del palacio  aprendió a  conocerlo, se conocieron, y descubrió
                    con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la
                    crianza. Terminó por no  soportar  nada ni  a nadie  distinto de él  en la  casa de su
                    desventura. La deprimía la soledad, el jardín de cementerio, la desidia del tiempo en los
                    enormes aposentos  sin ventanas.  Se  sentía enloquecer en  las noches  dilatadas por  los
                    gritos  de las locas en el manicomio vecino.  La  avergonzaba  la  costumbre de poner la
                    mesa de banquetes  todos  los  días, con  manteles bordados, servicios de plata  y
                    candelabros de funeral, para que cinco fantasmas cenaran con una taza de café con leche
                    y  almojábanas.  Detestaba  el rosario  al  atardecer, los remilgos en la  mesa, las críticas
                    constantes a su manera de coger los cubiertos, de caminar con esos trancos místicos de
                    mujer de la calle, de vestirse como en el circo, y hasta de su método ranchero de tratar
                    al esposo y de darle de mamar al niño sin cubrirse el seno con la mantilla. Cuando hizo
                    las primeras invitaciones para tomar el té a las cinco de la tarde, con galletitas imperiales
                    y confituras de flores, de acuerdo con una moda reciente en Inglaterra, doña Blanca se
                    opuso a que en su casa se bebieran medicinas para sudar la fiebre en vez del chocolate
                    con queso fundido  y  ruedas de  pan de  yuca. No se le  escaparon ni los sueños.  Una
                    mañana  en que Fermina Daza contó  que  había soñado con un desconocido  que  se
                    paseaba desnudo regando puñados de ceniza por los salones del palacio, doña Blanca la
                    cortó en seco:
                          -Una mujer decente no puede tener esa clase de sueños.
                          A la sensación de  estar  siempre  en casa ajena, se sumaron  dos  desgracias
                    mayores. Una era la  dieta casi  diaria de berenjenas en todas  sus formas, que doña
                    Blanca se negaba a variar por respeto al esposo muerto, y que Fermina Daza se resistía
                    a comer. Detestaba las  berenjenas desde  niña, antes de haberlas probado, porque
                    siempre le pareció  que tenían color de  veneno.  Sólo  que  esa vez tuvo que admitir  de
                    todos modos que algo había cambiado para  bien  en su vida, porque  a los  cinco años
                    había dicho lo mismo en la mesa, y su  padre la obligó a comerse completa la cazuela
                    prevista  para  seis  personas.  Creyó que  iba a morir, primero  por los vómitos de la
                    berenjena molida, y después por el tazón de aceite de castor que le hicieron tomar a la
                    fuerza para curarla del castigo. Las dos cosas se le quedaron revueltas en la memoria
                    como un solo purgante, tanto por el sabor  como por  el terror del  veneno, y  en los
                    almuerzos abominables del palacio del Marqués de Casalduero tenía que apartar la vista
                    para no devolver las atenciones por la náusea glacial del aceite de castor.

                          La otra desgracia fue el arpa. Un día, muy consciente de lo que quería decir, doña
                    Blanca había dicho: “No creo en mujeres decentes que no sepan tocar el piano”. Fue una
                    orden que hasta su hijo trató de discutir, pues los mejores años de su infancia habían

                                                                              Gabriel García Márquez  115
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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